Por Arturo Zárate Ruiz

Aplaudo la invitación del papa Francisco a incluir la inmersión de los seminaristas en la literatura para su mejor formación humana. Me atrevo, sin embargo, a recomendar cautela en su selección y lectura, y la guía de buenos profesores. Hacerlo no creo que contradiga las excelentes intenciones del Santo Padre.

Por un lado, primero la obligación y luego la “diversión”. Los seminaristas deben cumplir con una serie de actividades devotas y escolares durante el día. Y aun antes de los libros recreativos, la educación física, que la necesitan. Sólo después un rato de lecturas.

Por otro lado, es cierto que la palabra, y en especial la palabra impresa, refleja (por conceptual) mejor la razón que las imágenes del cine o la televisión. Pero que sea así no nos permite suponer que todos los libros son inocuos. No fue mero chiste que el canónigo de Don Quijote quemase muchas novelas de caballería que enloquecieron a Alonso Quijano. También san Pablo en Éfeso no se opuso a la destrucción de textos diabólicos.

He allí que la cultura digital, en ocasiones con más palabras que imágenes, no pocas veces es idiotizante. La pornografía no sólo viene en fotos, también en textos aún más obscenos. Es más, la peor inmoralidad se vende incluso en algunos libros juveniles de los cuales uno no sospecharía, por ejemplo, Los Tres Mosqueteros. En él, el joven protagonista D’Artagnan viola a una sirvienta. “Se vale” porque lo dejó entrar a su cuarto cuando lo tenía prohibido: «No había medio de resistir; la resistencia hace tanto ruido que la joven cedió», leemos. El supuesto es que, si un hombre irrumpía en el aposento de una dama, ella cedía. Por ello lecturas contemporáneas sobre el personaje don Juan atinan en negar sus dotes de conquistador pues más bien tenemos a un asqueroso violador. En su versión, Tirso de Molina al menos presenta a un don Juan culpable de su perversión y, por tanto, muy condenable al Infierno. No le niego a José Zorrilla que Dios es muy misericordioso incluso con los don Juanes, pero no a niveles de cursilería en que la violada, y dizque por ello enamorada, doña Inés, interceda por él. Esta versión es la que les gusta a los machistas que siguen violando.

No pido que en cada párrafo de un libro se pronuncie un Ave. Pero en la gran mayoría de los libros contemporáneos se ausenta Dios del todo. Su pesimismo sofoca: sin Dios, al menos implícito, no hay verdadera esperanza. Como en tiempos paganos, el pesimismo medio se tolera ya exaltando el aguante humano frente a los sufrimientos, al estilo estoico, o durmiendo en los goces hedonistas, al estilo de los epicúreos. He allí la abundante literatura existencialista atea: ¡puro lamento! Hay, no lo niego, textos “optimistas”. Conciben mundos mejores, pero falsos y animados por el odio y resentimiento, especialmente los marxistas. Aun si sus promesas de “redención” fuesen ciertas, no serían perdurables, porque sólo Dios, a quien niegan, es eterno. Hay, ciertamente, libros que prometen un futuro mejor con entusiasmo científico, el cual es válido, pero de nuevo por sí mismo insuficiente para las aspiraciones de eternidad del hombre. Hay, en fin, libros simplemente divertidos que sólo prometen un buen rato. Pero aun cuando resulten gratos, debe uno agarrarlos con pincitas.

Abundan, como los comics Marvel, con héroes más libertinos que los dioses paganos. Exaltan la promiscuidad y, por lucir simpáticos, la autorizan. Además, si muchas veces agradan fácilmente por simples, yerran en caracterizar al ser humano. O somos buenos o somos malos. La varita mágica no corre peligro en manos de Harry Potter, ni la piedra que destruiría el universo en manos de los Guardianes de la Galaxia. ¡Órale! Sólo libros atinados como El Señor de los Anillos te presentan al más bueno (Frodo) como susceptible de tentaciones, es más, cayendo de lleno en ellas. Espejo nuestro.

Apliquemos esto a los libros. No suelen ser del todo buenos o del todo malos. Por tanto, no los prohibamos, pero escojámoslos y leámoslos con cautela, tras formarnos, nosotros y los seminaristas, en el buen juicio. Aun libros tan nobles como la Divina Comedia debemos leerlos advirtiendo y desechando sus defectos.

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