Por Arturo Zárate Ruiz

Eso de “pueblo” se puede entender al menos de dos maneras: ya como “nación”, ya como “plebe”. En cualquiera de los sentidos se establecen distinciones entre clases de personas, algunas loables, pero también de oposición y conflicto.

“Pueblo” como “nación” se refiere a un grupo grande que comparte en gran medida una historia y una cultura a punto de fincar en ellas parte importante de su identidad y cohesión. Este grupo goza así de usos y costumbres —sus individuos muchas veces sin percatarse de ellos por ser éstos en extremo habituales, por ejemplo, muchos mexicanos saber darle la vuelta a una tortilla en el comal sin siquiera mirar; la mayoría de los norteamericanos, no—. Esa cultura que los distingue de otros merece su agradecimiento y lealtad, es más, su patriotismo, porque, como herencia de vida, es parte de su formación más íntima como personas.

Hay, sin embargo, el riesgo de convertir el patriotismo en burdo nacionalismo. Se cae entonces en querer fortalecer la identidad con versiones estandarizadas de nación, como negarle la mexicanidad a quien no se viste de charro. Otro riesgo es la vanidad ciega: creerse que la nación propia es la mejor en todo, lo que además de falso impediría el esforzarse en mejorar, a punto de dormirnos en nuestro folklore en vez de preocuparnos por ser además productivos. Lo peor sería llevar esa vanidad al nazismo: entonces, como sucedió con los alemanes, se creyeron tan superiores que les valió grillo aplastar y eliminar otras naciones. A los mismos judíos, que en verdad fueron el pueblo elegido por Dios, Jesús les advirtió: «no presumáis que podéis deciros a vosotros mismos “Tenemos a Abraham por padre” porque os digo que Dios puede levantar hijos a Abraham de estas piedras».

“Pueblo” como “plebe” se refiere al “vulgo” frente a los “nobles”, que de traducirse sería la clase gobernada, dirigida, obrera e inclusive, en algunos casos, desposeída, sometida y aplastada, frente a la gobernante, dirigente, patronal, propietaria. Esta distinción de clase supone en muchas ocasiones injusticias económicas y políticas (como la negación de derechos civiles a los “plebeyos”). Es loable esforzarse en corregir las injusticias en la medida que sean corregibles, pero también hay que saber aceptar cuando no lo son. Jesús también advirtió: «a los pobres siempre los tendrán entre ustedes», aun en países ricos y con grandes niveles de bienestar, al menos en el sentido de que siempre habrá insatisfechos materialmente.

El problema surge cuando se alzan paladines que dizque para corregir las injusticias se presentan como gente del pueblo que lucha justo por el pueblo. Bien si su interés es genuino y se esfuerzan de manera razonable (lo que implica en gran medida concebir medios legítimos) en corregir lo torcido. Sin embargo, no es raro que estos líderes populares promuevan el odio de clases. Entre otras cosas, por perseguir a los ricos acaban promoviendo la creencia de que ser rico es malo, por tanto, más vale que seas pobre por siempre. Un problema más consiste en que no todos podemos ser generales, a los más nos corresponde ser soldados para ganar la batalla. Por ello, estos líderes acaban como los cerdos de La granja de animales de Orwell: «Todos somos iguales, pero unos más iguales que otros».

Este populismo se agrava cuando contamina a la Iglesia. Ocurre cuando se interpretan de modo clasista estos versículos sobre la misión de Jesús: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor». Es un craso error el siquiera fantasear que sólo la “plebe” requiere de liberación. Somos todos nosotros, ricos y pobres, los que requerimos de esa liberación, puesto que nuestro cautiverio no es el transitorio de este u otro sistema económico o político (los cuales siempre serán defectuosos y con no pocas injusticias). Nuestro cautiverio es el pecado.

Entonces hay un solo “pueblo”, y ese es el Pueblo de Dios, al que todos somos llamados a pertenecer, puesto que el Señor quiere que todos seamos, por Él, salvos; no divididos, sino uno en el Amor.

 
Imagen de Bob Dmyt en Pixabay


 

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