Por P. Fernando Pascual

Al final de la misa de la tarde, una señora pidió al sacerdote si podía hablar con una amiga que acababa de perder un hijo.

El sacerdote fue donde estaba esa señora y empezaron a hablar. Una persona de las que trabajaba en la parroquia se acercó y les dijo con un poco de impaciencia: “Perdonen, les pido que salgan. Hemos que cerrar la iglesia. Nosotros también tenemos que atender a nuestras familias”.

La escena, en su sencillez, muestra un peligro: tratar a las personas desde la propia situación sin darse cuenta de lo que pueda haber en el corazón de otros.

Es obvio que la persona que interrumpió la conversación entre el sacerdote y la madre que había perdido a su hijo no tuviese una idea clara del argumento que estaban tratando, ni del dolor de aquella mujer.

Pero en ocasiones, sin conocer lo que ocurre en cada uno, uno puede decir lo mismo pero de una manera diferente, realmente empática, con delicadeza y tacto.

Necesitamos aprender el arte de estar atentos con la gente. Sin inmiscuirse en la vida de nadie, basta con menos prisas, con algo de educación y, sobre todo, con una actitud de verdadero amor cristiano, para que sepamos tratar a cada uno de una manera amable.

No resulta fácil aprender ese arte, sobre todo porque tenemos prisas, porque nos amenaza el miedo de que el otro invada nuestros espacios y cambie nuestros planes.

A pesar de tratarse de algo difícil, el arte de estar atentos, de ser cariñosos, hará más fácil controlar los propios impulsos de impaciencia o de indiferencia, para dejarnos tocar por el otro en su misterio y en su necesidad de acogida.

El mundo está lleno de conflictos. Con menos gente aferrada a sus planes y con más gente educada y tranquila, afrontaremos situaciones quizá algo incómodas con la elegancia que nace del respeto y, sobre todo, con la certeza de que todos somos amados por un Dios que es Padre bueno y misericordioso.

 
Imagen de robertlienpettersen en Pixabay


 

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