Por Jaime Septién

Una pregunta que muchos se hacen: ¿a qué lugar conducirá a los niños y los jóvenes la indudable adicción que ya tienen a las tecnologías del intercambio de imágenes, sonidos, textos, hipertextos e información útil, inútil, perniciosa, levantisca, inmoral, subversiva y, en ocasiones luminosa, constructora de puentes?

Según muchos especialistas, el secuestro de los menores de edad por las pantallas conduce a la más pura soledad acompañada. Y la soledad es pésima consejera en las decisiones vitales.  Sobre todo, cuando se cierne sobre el alma de hombres y mujeres que han dejado a Dios en el baúl de los recuerdos de los abuelos, que se rebelan contra la autoridad, contra la tradición y contra el pasado.

La soledad colectiva, la amistad virtual, el amor por Internet haría redoblar el orgullo de haber dado en el clavo al poeta español Ramón de Campoamor cuando escribió —en el siglo XIX— aquella “Dolora” que intituló “Hastío”: Sin el amor que encanta, / la soledad de un ermitaño espanta. // ¡Pero es más espantosa todavía / la soledad de dos en compañía!

Los niños y los jóvenes, muchos adultos también, perdidos ante la pulida superficie de la pantalla, ¿no son esas soledades en compañía? Vistos desde arriba de sus casas, de sus cuartos, del cibercafé, como veían el estudiante don Cleofás Leandro Pérez Zambullo y el “Diablo Cojuelo” a los habitantes de Madrid de principios del siglo XVII, en la narración picaresca de Vélez de Guevara, ¿no son una perfecta explicación del tedio que produce la opulencia informativa?; ¿del aburrimiento y la desazón que vienen de quien lo tiene todo, aunque sea virtual, a la mano?

Tanta soledad dizque acompañada no puede producir más que violencia, indiferencia y aborrecimiento de la vida. Quitársela a sí mismo o quitársela al otro: ¿qué más daría?  “¡Pero es más espantosa todavía …!”

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 20 de octubre de 2024 No. 1528

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