Por P. Fernando Pascual
Todos necesitamos ser amados. No todos reciben el amor que necesitan. De ahí tanto dolor, tanta amargura, incluso tanta desesperación.
Hay un amor que todos podemos reconocer y aceptar: el amor que Dios nos tiene.
Es cierto que en un mundo de ruidos, de prisas, de ambiciones, incluso de pecados, resulta difícil reconocer lo mucho que Dios nos ama.
En ocasiones, llegamos a pensar que no merecemos el amor de Dios, que es solo para “los buenos”, los que hacen cosas grandes.
Pero Dios ama a todos y a cada uno de sus hijos. Sobre todo, nos ama a los que somos pecadores, porque necesitamos mucha misericordia.
Lo único que necesito es abrirme al amor de Dios para que consuele, para que cure, para que perdone, para que salve mi corazón.
Como dice el libro del Apocalipsis, Dios a veces se queda a la puerta y llama (cf. Ap 3,20). Basta con escuchar su voz, y entonces entra y cena conmigo.
Cuando Dios entra en un alma, todo empieza a verse de otra manera. Siguen las dificultades, siguen los dolores, siguen las deudas, sigue la falta de cariño de aquellos de los que esperamos y necesitamos amor.
Vivimos, sin embargo, esas dificultades desde una perspectiva nueva. Tenemos una roca en la que apoyarnos. Dios ha entrado en mi alma.
Desde entonces, Dios empieza a ser mi verdadero amigo, mi consuelo, mi alcázar, mi Padre, mi Redentor.
Era todo tan fácil. Bastaba con abrir la puerta. El resto, lo más importante, lo empieza a hacer Dios, que sostiene y da fuerza a mi respuesta.
Desde ahora me resulta posible amar, porque he experimentado mucho amor…