Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Se puede usar el dinero, adquirido honestamente, acrecentado con justicia, ordenado para las necesidades personales y compartido con los más necesitados.

Pero cuando el deseo de acaparar obsesivamente, impide la libertad interior y se llega a ser esclavo del dinero, se enferma el alma, porque éste no puede ser el objetivo supremo de la vida en el dinamismo de la ética, cerrada al fin absolutamente último de toda existencia humana y reducida a los límites de lo utilitario.

Se enferma el alma porque se vive en las paredes estrechas de las cosas, infravalorando a las personas e impidiendo el camino al amor pleno de auténtica realización humana y cristiana.

El corazón se endurece por la codicia; la vida se deshumaniza y se arruina por haberle dado categoría de absoluto, a lo que en sí mismo es un medio, nunca el fin; la criatura se le trasforma en ‘dios’, que termina pagando caro sus servicios incuestionables, con la tristeza más honda.

El Evangelio de san Marcos ( 10, 17-30) tiene como tema principal la riqueza. Para un rico es muy difícil entrar en el Reino de Dios, pero no imposible. Dios puede conceder su gracia y el juicio sensato a una persona de bienes y suscitar en ella la solidaridad para compartir su haber con los pobres. Así se pone en el camino de Jesús, ‘quien siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza’ (2Cor 8,9).

El apego a los muchos bienes, impide la alegría de la invitación de Jesús; las riquezas nunca darán la felicidad ni la vida eterna.

Es iluminador el consejo de san Clemente de Alejandría, -citado por el Papa Benedicto XVI (14,oct 2012), quien nos dice que ‘la parábola enseña a los ricos que no deben descuidar la salvación como si estuvieran ya condenados, ni deben arrojar al mar la riqueza ni condenarla como insidiosa y hostil a la vida, sino que deben aprender cómo utilizarla y obtener la vida’ (Homilía ¿Qué rico se salvará? 27, 1-2).

 
Imagen de Peggy und Marco Lachmann-Anke en Pixabay


 

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