Por P. Fernando Pascual

El tiempo es un tesoro que corre continuamente: si lo empleamos mal, no hay manera de recuperar lo perdido. Si lo empleamos bien, nos lleva a resultados provechosos.

Un anciano de los primeros siglos enseñaba lo siguiente: “Aquél que pierde oro o plata podrá encontrarla, pero aquél que pierde el tiempo no lo encontrará jamás”.

Existe el peligro de pensar que no perdemos tanto tiempo, que luego encontraremos algún modo para conseguir que las tareas encajen en el tiempo que nos queda.

Pero si somos honestos, tenemos que reconocer cómo el inicio de una pequeña pérdida de tiempo, por ejemplo viendo vídeos en Internet, se alarga y se alarga hasta el punto de no dejarnos tiempo para asuntos de la familia o del trabajo.

Por eso necesitamos tomar conciencia de esa famosa frase que viene del poeta Virgilio: “tempus fugit” (el tiempo se escapa, huye).

San Pablo invitaba a un uso bueno de ese tiempo que Dios nos concede: “Portaos prudentemente con los de fuera, aprovechando bien el tiempo presente” (Col 4,5).

Cada momento que tenemos ante nosotros es un tesoro. Podemos usarlo de modo erróneo, en futilidades, incluso en pecados. Podemos invertirlo en lo único que vale la pena: amar a Dios y a los hermanos.

Cuando me levanto y organizo mentalmente mi jornada, la pregunta más importante es: ¿en qué voy a emplear mi tiempo este día?

Esa pregunta se concretiza en las pequeñas bifurcaciones que aparecen ante mi corazón: contestar mensajes de trabajo o hacer un crucigrama, llamar a un familiar necesitado o leer una novela, ayudar a limpiar la cocina o ver una serie televisiva.

La manilla del reloj no se detiene. El tiempo corre, y cada uno puede darle un significado diferente.

Pido a Dios que me ayude a descubrir y amar el bien que está en mis manos, a tener voluntad para llevarlo a cabo, y a agradecerle ese inmenso don del tiempo con el que puedo invertir mi vida en lo que vale para este mundo y para la eternidad.

 
Imagen de PublicDomainPictures en Pixabay


 

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