Por Arturo Zárate Ruiz

Creo que parecemos niños chiflados los políticos o cualesquiera de nosotros cuando exigimos a otros que nos pidan perdón.

Y no es que el pedir perdón y buscar la reconciliación no sean asuntos cristianos. De hecho, son cruciales para nuestra salvación. Acudimos a pedir perdón a Dios en el confesionario. La Iglesia nos manda hacerlo al menos una vez al año para no exponernos demasiado a morir sin estar en gracia. Lo expresamos cada vez que pronunciamos el Padre Nuestro. Lo practicamos al inicio de cada misa con los actos penitenciales, con el Yo pecador, con el reconocimiento de nuestra “grande culpa”. Lo enseñamos a nuestros hijos para reestablecer la paz en nuestras casas y en nuestra comunidad, y, sin duda, para corregirlos y para educarlos en la humildad. Sólo cada uno aceptando sus faltas puede apartarse de ellas posteriormente.

Pero eso de ser yo quien me arrogue el definir las infamias de quien vive al lado —o de cualquier otro—, exigirle que me pida disculpas por ellas, y que de no hacerlo le negaré mi saludo —es más, mi mirada—, me parece una ñoñería; peor aún, hipocresía si presumo de ser ejemplo en eso de pedir perdón haciéndolo por faltas no mías, sino las de otro vecino. He allí algunos gobernantes nuestros dándose golpes de pecho por lo que hizo hace más de un siglo Porfirio Díaz, no por lo que justo ahora delinquen ellos. Hacen como el cónyuge que acude ante el sacerdote para hablarle no de sus pecados sino de los de su consorte (pobre del cura que le toque ese gimoteo).

Ya advirtió Jesús a los hipócritas «Ves la pelusa en el ojo de tu hermano, ¿y no te das cuenta del tronco que hay en el tuyo?», y agregó «Hipócrita, saca primero el tronco que tienes en tu ojo y así verás mejor para sacar la pelusa del ojo de tu hermano». A esto yo añadiría que ya es bastante entretención el sacarse ese tronco del ojo propio como para encontrar tiempo después para ocuparse de la pelusa del prójimo.

Ahora bien, siendo todos nosotros pecadores no podríamos nunca saludarnos ni convivir de estar esperando, con eso de pedir perdón, que el otro lo haga primero, no nosotros mismos. No sólo cada nación, no sólo cada comunidad, también cada individuo permanecería solo, aislado. No se quedaría en que nosotros le hagamos el feo a los españoles por la conquista, ellos también podrían hacernos el feo por habérnoslos (con eso de considerársenos “aztecas”) comido a ellos en pozole. Ni los alemanes, ni los japoneses, ni los norteamericanos, por resentimientos recíprocos, aprovecharían las oportunidades de pingües negocios, sino más bien como ñoños se la pasarían sacándose la lengua los unos a los otros, si no es que se odiarían y lanzarían a la guerra. Y así ni tlaxcaltecas, ni mayas, ni otomís se dirían “hola” por este o aquel quítame esta paja; es más, con eso de que el otro tiene que ser el primero en “humillarse”, no me daría mi esposa un beso de buenas noches por no haber recordado nuestro aniversario ni le sonreiría a ella porque me distrajo a la hora de ver el fut. “¡Que ella me pida perdón antes!”

Se nos olvida el ejemplo de Dios. Él siempre se nos adelanta, no a pedir perdón, porque Él no tiene que pedir perdón de nada; sí a concedernos de antemano el perdón, es más, a ofrecernos todo su Amor. Quien hace brillar el Sol y manda la lluvia a buenos y malos, sin exclusión, nos ama sin medida. No nos fuerza a que le pidamos perdón. No necesita proceder así. Pues con su amor nos enamora y nos mueve finalmente a pedirle disculpas a Él y a todos a quienes hemos ofendido. Con su amor nos ilumina. Si bien, tanta luz suya nos descubre nuestras fallas, ocurre así no para humillarnos, sino para ayudarnos a ser buenos y alcanzar nuestra conversión, aun cuando para lograrlo incluya merecidos castigos.

En cualquier caso, sigamos el ejemplo de Dios. Adelantémonos a ser nosotros quienes concedamos el perdón. Que cuando digamos «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» lo hayamos ya cumplido entonces sin exigir, chifladitos, que el que nos haya ofendido nos pida muy antes disculpas. Amemos, pues, al prójimo. Amemos inclusive a nuestros enemigos.

 
Imagen de congerdesign en Pixabay


 

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