Por Arturo Zárate Ruiz
Ser profeta no es agradable. El mundo los detesta por, sobre todo, anunciar calamidades. Jeremías, elegido por Dios, intentó rehuir de ese rol: «Ay, Señor, Yavé, ¡cómo podría hablar yo, que soy un muchacho!» Lo menos que uno sufre es convertirse, como el Bautista en una «voz que clama en el desierto». Implica la exclusión, el exilio y la indiferencia que, como dice la canción, es peor que el odio y el olvido (ni siquiera tuvo el profeta sitio antes en alguna memoria).
En el caso de Jeremías, por cumplir su misión de anunciar desastres a los judíos, lo lanzaron a un pozo y lo quisieron matar. Cristo mismo lamentó los abusos que recibieron, y aun reciben, los profetas: «¡Jerusalén, Jerusalén qué bien matas a los profetas y apedreas a los que Dios te envía! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, y tú no has querido!» Cristo mismo, siendo más que profeta, recibió el trato de los profetas en la Cruz.
Pero no confundamos la labor de un profeta con la de un brujo, un adivino que dice vislumbrar el futuro en cartas o en una bola de cristal. Esas dizque predicciones son cosa del diablo. Los anuncios de profetas se parecen más bien a los, sí válidos, que hacen las chicas del tiempo: “¡allí viene un huracán!, ¡allí viene el desastre!”
Sin negarles a los profetas la inspiración del Padre, en gran medida les basta, como a las chicas del tiempo, conocer los datos para hacer predicciones: tras revisar los hechos, saben qué nos va a pasar. Como están ellos, en lo particular al servicio de Dios, nos hablan específicamente sobre lo que sigue a portarnos mal, pero no por adivinar, sino por un saber simple sobre lo que les ocurre a los malos.
A los envidiosos, por ejemplo, se les pudre el alma; a los borrachos habituales, les dará cirrosis; los promiscuos acabarán solos por nunca amar a nadie y sólo satisfacer su egoísmo; los mentirosos, por tanta mentira, acabarán confundidos; los ladrones, desconfiarán hasta de su madre; el manirroto y el apostador sufrirán las deudas y la desnudez, si no es que el enfrentarse a un ajustador sicario (vienen desde Las Vegas para decirles “¡hola!” a quienes de allí huyen); el villano, nos lo recuerda un dicho, no tiene amigos, sólo secuaces; el avaro padecerá el insomnio perpetuo por miedo a perder inclusive un centavo; el holgazán terminará sin pan; en fin, el idólatra se verá vacío de lo que verdaderamente llena un corazón, un Amor a la medida de las aspiraciones más humanas. Todos abandonan la fuente de agua viva, y excavan pozos, pozos agrietados, que no retienen agua, según lamentó Jeremías.
Tales fueron los pecados de los judíos en tiempos de los profetas; tales los nuestros en este siglo. Las consecuencias de estas faltas no son difíciles de imaginar. Si los boca de oro de hace milenios no necesitaron mucha ciencia para predecir todo esto, tampoco batallarían los predicadores y otros hombres de Dios en advertirlo hoy. Su problema estriba en que, si a muchos les disgustó oírlo antes, todavía nos disgustaría escucharlo ahora. Nos enfadamos aun cuando apenas nos advierten que ya vamos en la cuarta copa justo cuando somos los choferes designados.
Ahora bien, lo que distingue a los verdaderos profetas de las chicas del tiempo (no hablemos de algunos santurrones que celebrarían que vayamos todos, menos ellos, al infierno) es que sus predicciones abarcan también a Dios, no solamente las miserias humanas. Ahora sí, por revelación divina, incluyen en su mensaje no meras desgracias, sino también la gran esperanza. Para los judíos, la liberación del cautiverio de Babilonia. Para nosotros los cristianos, la liberación de un peor cautiverio, el pecado. Ya desde ahora, por la misericordia de Cristo, no sólo somos perdonados sino restaurados en su gracia, mejores que coches nuevos, y, en la otra vida, participes de su gloria.
Que los profetas o predicadores sigan, de cualquier manera, anunciado desgracias, vale. Lo hacen porque, aunque el perdón y gracia de Dios están ya disponibles para nosotros, hay que abrazarlos con nuestra conversión, al menos con un “¡Te amo, Jesús!” a la hora de nuestra muerte.
Imagen de Luisella Planeta en Pixabay