Por P. Fernando Pascual

La vida espiritual implica un trabajo continuo para promover virtudes, para erradicar vicios, para resistir ante tentaciones, para entregarse a los demás.

El trabajo puede llevar al desgaste: no logramos esa virtud, un vicio parece indestructible, las tentaciones llegan como un tornado, y los demás no resultan especialmente agradecidos.

Si el desgaste se une a cierta tristeza interior, aparece esa tentación que puede destruirnos: tirar la toalla. ¿Para qué luchar, si hay tan pocos resultados?

Sin embargo, basta con mantener viva la llama de nuestra fe para descubrir fuerzas interiores y ayudas del cielo que nos permiten seguir en la lucha.

Necesitamos, sobre todo, trabajar desde Cristo. Si recordamos su misericordia, si tenemos presente su ofrecimiento en el Calvario, si estamos seguros de su triunfo en la Pascua, encenderemos la esperanza para seguir en la lucha.

Desde luego, las dificultades seguirán allí, incluso descubriremos, con sorpresa, que estamos ante un momento de prueba interior, de sequedad permitida por Dios.

Pero esas dificultades no pueden detener a quien se ha encontrado, seriamente, con el Hijo del Padre, con el Señor, con el Mesías, con su Salvador.

Cristo, lo sabemos, es Dios y es Hombre, es Amigo y es Maestro. Su recuerdo levantará los ánimos. Su perdón borrará pecados. Su cercanía iluminará el sendero ante las decisiones que nos toca emprender.

Todo es distinto cuando aprendemos a trabajar desde Cristo. Nos ayudaremos, ciertamente, de tantos maestros espirituales, de tantos santos y santas que nos enseñan cómo caminar hacia la virtud.

Sobre todo, tendremos siempre presente el Rostro del más bello entre los hijos de los hombres, del Nazareno que es Hijo del Padre e Hijo de María, de quien nos ha amado hasta darnos, por amor, su Cuerpo y su Sangre…

 
Imagen de Christo Anestev en Pixabay


 

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