Por Rebeca Reynaud
La buena música da paz, placer deleite. Estamos a favor de la belleza. Donde se pierde de vista a Dios se empiezan a hacer cosas feas: arte feo, música fea, acciones feas, muñecos feos, juguetes feos, juegos feos…
Dos amigos estaban conversando cuando de pronto se abrió la puerta y apareció el hijo de uno de ellos, un chico de doce años, con los ojos llenos de lágrimas, la boca abierta e incapaz de hablar por unos instantes. Su cara transmitía asombro, y alzaba los brazos de un modo que recordaba a los antiguos orantes que con un gesto mudo alcanzaban la trascendencia.
– Papá, musitó, ¡he visto la cosa más bella del mundo!… ¡He visto un venado!
Se le quedaron viendo y se preguntaron “¿un venado?, ¿qué querrá decir?” Todos hemos visto un venado. Los amigos se miraron uno al otro, y entendieron que quizás, después de todo, nunca habían visto un venado, al menos no del modo como el chico lo percibió. A veces hablamos de cosas que no hemos visto, conocido o amado.
El arte tiene un poder restaurador y puede ayudar a lograr una reconfiguración cultural y una reorientación del hombre. Benedicto XVI narra un recuerdo personal: la fuerza del estilo románico y el esplendor de las catedrales góticas nos recuerdan que la via pulchritudinis, la vía de la belleza, es un recorrido privilegiado y fascinante para acercarse al Misterio de Dios. Sigue siendo una experiencia inolvidable para mí el concierto de Bach dirigido por Leonard Bernstein en Munich. Estaba sentado al lado del obispo evangélico Hanselmann. Cuando se apagó triunfalmente la última nota de una de las grandes cantatas del solista Thomas, nos miramos espontáneamente el uno al otro y con la misma espontaneidad dijimos: «Los que hayan escuchado esta música saben que la fe es verdadera». En esa música se percibía una fuerza extraordinaria de Realidad presente, que suscitaba, no mediante deducciones, sino a través del impacto del corazón, la evidencia de que aquello no podía surgir de la nada; sólo podía nacer gracias a la fuerza de la Verdad, que se actualiza en la inspiración del compositor (Cantata BMV 140).
Podemos escuchar a Rachmaninof, a Henryk Górecki, a Bach, a Tchaikovsky. Leer a Miguel de Cervantes, Dostoyevski, León Bloy, Flannery O’Connor, Michael O’Brien; ver las películas de Andrei Tarkousky y Ermano Olmi. Ver las pinturas de Rembrant, Andrei Rublev, Rouault; leer la poesía del Siglo de Oro español; contemplar las catedrales góticas y románicas. Y comprobaremos que de alguna manera ello afina el alma. Llamó mi atención saber que la catedral de Chartres la hicieron ingenieros y hombres comunes – todos los que querían participar podían hacerlo-, pero debían de estar en estado de gracia.
Los neurocientíficos dicen que el cerebro se recobra al contacto con la naturaleza.
Cuando llega un bebé uno se admira de un ser tan perfecto, tan pequeño e indefenso. ¿Quién es? ¿De dónde vino? Es un milagro nunca ante visto y que nunca se repetirá. Es una manifestación de la mente creativa, infinita de Dios. La naturaleza nos recuerda una lección primordial: de que la es inexplicablemente hermosa e innegablemente peligrosa.
La historia del arte se estudia en muchas universidades, se estudia cómo y cuándo fueron hechas las obras de arte de contenido religioso, pero pocas veces se dice por qué fueron hechas. Sin una perspectiva teológica y eclesial, las obras de arte cristiano no pueden ser comprendidas. Es importante que haya personas que lo estudien y lo promocionen, ya que “en un mundo sin belleza, el bien pierde su atractivo”, dice Hans Urs von Balthasar. Y esta idea de algún modo la apoya Dostoyevski al escribir que la belleza salvará al mundo (cfr. El idiota, p. III, cap. V).