Por Arturo Zárate Ruiz
Papá fue dentista no especializado. Atendía de todo. Aun diagnosticaba problemas que no tenían que ver con los dientes. Por el olor de una boca, reconocía una diabetes, y le informaba al paciente para que se atendiese con su facultativo. Mi hermano médico, aunque sí especialista del estómago, a diez metros de distancia reconocía por una tez una enfermedad. Mi esposa, enfermera, sabía que una persona en cirugía sufría un cáncer terminal: su tufo le era inconfundible sin tener que mirar el tumor una vez expuesto.
Hoy vivimos épocas de mucha especialización y avanzada tecnología. Abundan endodoncistas, periodoncista, ortodoncistas, y qué bien. Imagino que hay especialistas en el dedo chiquito de la mano izquierda pero no el de la derecha. Hay que ver al indicado si tenemos claro cuál es el problema. Respecto a los diagnósticos, te piden diversos análisis de sangre, de orina, de heces, radiografías de las nuevas, te meten en máquinas que ni los marcianos imaginarían, es más, te meten cables aun en nuevos orificios que te hacen. Si tienes un resfriado, es hasta entonces que te lo dicen. Y está muy bien.
Pero accedemos a conocimiento muy fragmentario, es más, sesgado. Como comunicador en ocasiones atribuyo todo un problema a una deficiente escucha; el psicólogo a veces lo hace a una personalidad disfuncional; el sociólogo, a una estructura social averiada; el economista laboral, a una incorrecta distribución del trabajo. Absolutizamos el problema según lo define nuestra profesión.
Hace unos días asistí a una reunión en que se revisaban las causas de la violencia en México. Había especialistas en sociología de la mujer. Para muchas de ellas, el problema consistía en las estructuras heteropatriarcales que perturbaban la paz, no sólo de las mujeres, sino de todos. La solución absoluta era, pues, borrar la opresión masculina. Había estudiosos marxistas de economía. La violencia, según su discurso usual, era resultado del capitalismo, por tanto, los trabajadores debían rebelarse y adueñarse de las fábricas. Había también especialistas en la juventud. Denunciaron el juvenicidio. Para ellos, la multitud de jóvenes asesinados lo eran por culpa del sistema social dominado por los adultos. Había que empoderar totalmente, por tanto, a los jóvenes (muy a escondidas me dijo un colega que el problema de muchos muchachos consistía más bien en que, por su edad, son muy tontos: se matan por un quítame esta paja). Reconozco que cada uno pudiera tener su pizca de razón, pero no de manera absoluta, pues, por lo menos, su diagnóstico parte de una percepción fragmentaria de la realidad.
El problema se extiende al mecanicismo de las ciencias modernas. Un psiquiatra suele curar con fármacos la depresión para devolverle la funcionalidad a las neuronas, y tiene en su medida razón. Mi hermano, no por médico, sí por sentido común, recomendaría un aumento de los salarios, no el Prozac, para levantar el ánimo de las obreras explotadas. El hombre común sabe que respondemos no sólo a los engranes de un mecanismo material, como nos describen las ciencias. Lo hacemos también a valores (que desconocen las ciencias por no poder hacer juicios sobre ellos). Y respondemos con libertad, algo ajeno a los mecanismos. Es más, si lo hacemos bien y habitualmente, crecemos como personas virtuosas, en vez de viciosas, de malas costumbres.
No hay ya muchos “especialistas” en el hombre íntegro, con cuerpo, pero también con alma; uno con libertad para escoger y trazar su vida, y también con responsabilidad moral para hacerlo bien. Entre estos especialistas se encuentran algunos filósofos del viejo cuño, aristotélico-tomistas. No ven meramente lo que tiene o hace un hombre. Ven sobre todo lo que es un hombre.
Mejor aún que estos filósofos son los sacerdotes católicos. Se pasan años estudiando qué es el hombre no sólo desde la perspectiva filosófica, también teológica. Saben muy bien lo que somos. Por tanto, si hay un problema, no del dedito pequeño izquierdo, sino de toda tu persona, acude y consulta a un buen cura. Él muy probablemente le atinará mejor que ningún otro a lo que sufres. Es más, si te confiesas, puede impartirte el sacramento de la reconciliación y restaurar en ti la gracia de Dios.
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