Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

Hoy en día el progreso está en todos los labios. Naciones e individuos, gobernantes y ciudadanos, todos sin excepción queremos progresar. Lo que no sabemos es para qué deseamos tanto y tanto progreso. Porque el progreso a partir del nombre es un avance, un paso hacia adelante, un caminar algún trecho del camino. ¿Cuál es la meta?

Desde luego, debe llegar a todo el hombre, no solo a su estómago y a sus bolsillos; porque más allá de las satisfacciones sensibles y económicas el hombre necesita con el más entrañable y ávido interés, un trozo de bondad, de bien y de belleza que satisfaga su inteligencia, su voluntad, su vida misma. Butler decía que una gallina no es más que el mecanismo que usa un huevo para fabricar otro huevo; he aquí la imagen de un progreso en que solo cuenta la técnica, no el ser vivo y total.

El progreso, que debe llegar a todo el hombre, debe alcanzar también a todos los hombres. Un mundo en el que cohabitan países opulentos y países endeudados es un mundo sin progreso, como un hermano millonario y un hermano indigente dan por resultado una familia indigente.

Decimos progreso y la palabra resulta equívoca, sospechosa y parcial. Parcial en su doble acepción; porque no es completa y porque no es imparcial. Es incompleta, puesto que silencia todos los aspectos negativos del progreso. Y es injusta, ya que enmascara a nombre del progreso técnico, la falta de progreso social, cultural, moral.

Los panegiristas del progreso aseguran que este beneficia, en una u otra medida, a todos los habitantes del planeta. Para explicar su afirmación, gustan de emplear la siguiente parábola: todos los hombres y todos los pueblos formamos una sola unidad, que es como un tren en marcha; el avance de los vagones que van a la cabeza supone necesariamente el avance de cuantos van atrás. No pregunten ustedes hacia dónde se dirige ese tren; la falacia consiste precisamente en confundir el viaje con la meta. Y la falacia queda desarmada ante la evidencia de los hechos: el bienestar de que gozan los viajeros de primera clase se debe al despojo practicado sistemáticamente en los vagones de segunda.

¿Qué significa, en verdad, subdesarrollo? Aparentemente no pasa de ser un término de comparación, una categoría inferior en las tarifas ferroviarias; pero lo cierto es que el subdesarrollo, más que un grado insuficiente de desarrollo, constituye un lado negativo, es su soporte vergonzoso e inconfesado, la condición que hace posible el desarrollo de otros países o de otras clases sociales. Si unos tienen de más, es porque otros tienen de menos; o al revés, si algunos carecen de lo necesario, es porque otros abundan en lo superfluo.

El tener más, lo mismo para los pueblos que para las personas, no es el fin último. Todo crecimiento es ambivalente. Necesario para permitir que el hombre sea más hombre, lo encierra como en una prisión desde el momento en que se convierte en fin supremo e impide mirar más allá. La búsqueda exclusiva del progreso por el progreso, el ansia de poseer se convierte en obstáculo para el crecimiento del ser y se opone a su verdadera grandeza. Para las naciones como para las personas, la avaricia y la injusticia son las formas más evidentes de un subdesarrollo moral.

Artículo publicado en El Sol de San Luis, 11 de junio de 1988

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 14 de enero de 2024 No. 1488

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