Por P. Fernando Pascual

Decido salir a pasear. Dejo pendiente el arreglo de la luz de la cocina. Regreso cansado, pero con algo de pena: siento que no actué correctamente.

Envío un mensaje a un familiar enfermo. Me cuesta encontrar las palabras, pero pongo lo mejor de mi mismo. Percibo que he hecho algo bueno.

Continuamente evaluamos nuestras decisiones. Nos sentimos responsables de lo que hicimos o de lo que dejamos de hacer, de los resultados en nosotros y en otros.

Evaluamos nuestras decisiones a veces de un modo inconsciente. Aunque no nos demos cuenta, la opción de una buena obra ha dejado en mí una alegría que se nota por mucho tiempo.

Otras veces, nuestras evaluaciones y juicios son conscientes, porque teníamos claro cuál era nuestro deber y lo dejamos a un lado por buscar lo placentero, o lo llevamos a la práctica y nuestra conciencia nos aplaude.

Evaluar nuestras decisiones implica, por un lado, reconocer que podemos hacer o no hacer tantas cosas, y que la elección estaba plenamente en nuestras manos.

Por otro lado, implica haber desarrollado criterios éticos desde los cuales declaramos que algunas acciones eran malas y otras buenas.

No siempre los criterios éticos que hemos adoptado son correctos. Basta con recordar cómo tantos funcionarios de sistemas dictatoriales ponían en práctica acciones contra inocentes con la excusa de que cumplían órdenes.

Pero cuando los criterios son correctos, al evaluar lo que decidimos hacer (o dejar de hacer) podemos alcanzar un juicio objetivo, que sirva de ayuda para mejorar las decisiones futuras.

Evaluamos, pues, continuamente nuestras decisiones. Cuando lo hacemos, mostramos ese horizonte moral que sirve para condenar acciones que nos dañan y que dañan a otros, y alabar acciones que sirven para avanzar hacia lo justo, para nuestro bien y el de quienes están a nuestro lado.

 


 

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