Por P. Fernando Pascual
Cuando estamos enfermos, deseamos sanar. Cuando estamos cansados, deseamos dormir. Cuando tenemos sed, deseamos beber.
Tenemos continuamente deseos. Algunos nacen de nuestra condición humana. Otros dependen de la cultura. Otros surgen desde la biografía personal.
Quien forma parte de una cultura de la higiene y de la belleza física, tendrá un fuerte deseo de cuidar su presentación y su limpieza personal.
Quien ha adquirido el gusto por coleccionar sellos o por el mundo digital, tendrá deseos de conseguir sellos especiales y de saber cuáles son las novedades tecnológicas.
Hay deseos que pueden hacernos daño. Basta con pensar en el caso de quien necesita reducir el colesterol pero sigue deseando (y consumiendo) comidas que no le ayudan a lograr ese objetivo.
Otros deseos, además, dañan a otros. El deseo de ascender en el trabajo, perseguido “a cualquier precio”, lleva a algunos a trampas, incluso a calumnias, para eliminar a posibles contrincantes.
Por eso, necesitamos curar aquellos deseos que nos hagan egoístas, que nos encierren en un mundo estrecho, que provoquen daños en otros.
Al mismo tiempo, necesitamos promover deseos sanos, que nos impulsen a grandes ideales, que nos acerquen a Dios, que nos permitan vivir al servicio de los demás.
El mundo sufre enormemente por culpa de deseos que llevan al mal. El mundo sufre, también, por quienes tienen deseos buenos pero poca voluntad para llevarlos a cabo.
En cambio, cuando curamos nuestros deseos, cuando luchamos contra aquellos negativos y promovemos los positivos, el mundo mejora, porque recibe la fuerza y la belleza de corazones que buscan realizar deseos nobles y generosos.
Imagen de Li-Li LiveLife en Pixabay