Por P. Fernando Pascual
Un filósofo escribía hace años una frase sorprendente: «Las desilusiones son siempre buenas por ser malas todas las ilusiones» (Robert Spaemann).
La frase hay que leerla en su contexto. Spaemann hablaba de la importancia del principio de realidad, que nos permite reconocer que hay un mundo que se impone por encima de ilusiones infundadas y de deseos irrealizables.
Es cierto que no podemos vivir sin «ilusiones» buenas. Se trata de ilusiones que nos dan ánimo, que nos impulsan a trabajar con esperanza, que nos llevan a afrontar las dificultades para conquistar buenos ideales.
Pero otras ilusiones son tan fatuas e inútiles, que el choque con la realidad puede provocar desaliento, incluso desesperanza, cuando debería convertirse en un reajuste interior.
Ese reajuste permite dejar a un lado sueños inconsistentes, ideales construidos sobre espejismos, para trabajar sobre esas posibilidades que ahora tenemos ante nuestros ojos.
En cierto modo, habría espacio para aquellas ilusiones que se construyen sobre buenos principios, sobre posibilidades reales, sobre campos de acción que permiten mejorar nuestras vidas y las vidas de otras personas.
Cada vez que oteamos el futuro para ver qué vamos a llevar a la práctica, necesitamos abrirnos a la realidad, de forma que dejemos a un lado cualquier esfuerzo que nos desgaste inútilmente, y nos orientemos a proyectos factibles.
En ocasiones, un buen proyecto choca con circunstancias imprevisibles, con personas que desbaratan las previsiones más prudentes. Entonces reconoceremos otro principio de la realidad: ni los mejores proyectos garantizan alcanzar los resultados deseados.
Una desilusión ha llegado a nuestras vidas. La realidad, con sus sorpresas, nos ha obligado a abrir los ojos. Al ver un camino cerrado, quizá definitivamente, podremos orientarnos a otros caminos que se abren ante nosotros y nos permiten trabajar, con realismo y con una buena dosis de esperanza, hacia nuevos objetivos de bondad y de belleza.