Por P. Fernando Pascual

Cristo vino al mundo para salvar al hombre, para perdonar los pecados, para abrir las puertas del cielo, para hacernos hijos de Dios.

Cristo vino, en pocas palabras, para ofrecernos el gran regalo de la Redención.

Ese regalo no se impone: quienes escuchan la voz del Maestro, luego deciden si acogen su Palabra o la rechazan.

Pero cuando uno comprende lo que significa la Redención, lo mucho que Dios ama al hombre al ofrecerle la liberación del pecado y de la muerte, entonces casi surge un deseo inmenso de decirle “sí”.

Es cierto que el gran regalo de la Redención solo puede ser acogido con la ayuda de la gracia: “nadie puede decir: ¡Jesús es Señor! sino con el Espíritu Santo” (1Co 12,3).

La gracia, sin embargo, no destruye la libertad humana. Un corazón se abre a Jesús solamente desde una voluntad curada, pero siempre libre.

Por desgracia, la Redención de Cristo queda ofuscada cuando caemos en el sincretismo religioso, o cuando sucumbimos al relativismo, o cuando dejamos que el mundo absorba nuestros pensamientos y deseos.

Necesitamos estar atentos para que la mentalidad de este mundo no destruya nuestra acogida de Cristo. Hemos de pedir día a día la gracia de perseverar en la fe, en el amor, en la esperanza.

El demonio buscará mil caminos para apartarnos de Cristo. Incluso embaucará a muchos con la idea de que no hace falta acoger el Evangelio, con la mentira de que basta con seguir cualquier otra religión o ideología.

Solo hay un camino que llega a la meta. Solo hay un Cristo que redime del pecado. Solo hay una Iglesia que hace presente en el mundo de hoy un regalo inmenso, maravilloso: el de un Dios que nos ofrece, porque ama, la Redención completa.

 


 

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