Por Jaime Septién

Tanto en México como en Estados Unidos, dos países unidos por una frontera de más de 3,000 kilómetros y por una historia que, por más que nos neguemos a asumirla, pesa y pesa mucho, la deriva de la división política está poniendo a sus ciudadanos a pelear.

La violencia en las calles y en las casas es cada día más preocupante. Hay una guerra intestina en la que se están derribando todos los puentes y se están alzando muros contra los otros, los extraños, los diferentes; muros que solamente presagian tormentas.

Nuestra tarea, como católicos de a pie (y de los que tenemos la responsabilidad de los medios de comunicación) es ardua: comprender y preservar. Comprender las raíces del odio entre hermanos y preservar, aquí y allá, los lazos invisibles (pero reales) que nos unen y nos dan identidad. La fe es la mejor ruta para iniciar nuestra contribución a la paz.

La fe en Dios, en el Creador y en el Redentor de los hombres. La fe en Jesucristo como camino. Porque la fe cuando se alía con la razón hace que el espíritu humano se eleve por encima de sí mismo para contemplar la grandeza de la verdad y de la vida. Entender a quienes defienden a los migrantes al igual que los que están en contra del aborto. Comprenderlo todo para reconciliarse con todo.

Esto no es “pasar por bueno”; es polemizar con respeto y con conocimiento de causa. Imponer por la fuerza del testimonio. ¿Complicado? Desde luego. Ante el actual panorama de crisis intensa de valores, lo único y necesario a lo que estamos obligados como católicos es a hacer el bien. Donde sea y a la hora que sea. Una gota en el océano. Pero una gota indispensable. La tuya. La mía. La nuestra.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 17 de noviembre de 2024 No. 1532

 


 

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