Por Jaime Septién

En uno más de sus estupendos artículos, el que publicamos en este número de El Observador, mi amigo, el admirable poeta y activista Javier Sicilia resume en la letra de una canción de José Alfredo Jiménez lo que está pasando en México. El compositor y cantante de ranchero, nativo de Guanajuato, dijo que ahí “la vida no vale nada”.

Con el número de asesinatos, desaparecidos, fosas clandestinas y con el derecho al aborto y próximamente la eutanasia, el estribillo de José Alfredo se ha extendido a todos los rincones del país. “La vida y la muerte son el anverso y el reverso de nuestra existencia. Una no va sin la otra. Por desgracia, ambas se han banalizado en México”, dice Sicilia.

Y es verdad. La muerte se ha convertido en espectáculo acumulado, mientras que la vida se ha vuelto una especie de ruleta rusa atenazada por el miedo: ¿cuándo me va a tocar? ¿Dónde me tengo que esconder? ¿A dónde puedo o no puedo ir? Hacemos chistes, se escuchan corridos tumbados en las bodas, festejamos la desgracia ajena porque hoy, solo por hoy, pude regresar a mi casa sano y salvo.

Si algo distingue al cristianismo —si de un clavo ardiendo habremos de colgarnos— es la defensa de la vida. Así se lo decía el no creyente Umberto Eco al cardenal de Milán, Carlo María Martini. Es nuestra bandera. La insignia que Cristo dejó con su sangre inscrita en la Cruz. Y la vida vale. Vale todo. Desde la concepción hasta la muerte natural. Banalizar es borrar el misterio y abrazar lo absurdo. Que el tiempo de Adviento que se avecina, nos abra al misterio del amor de Dios escrito en cada ser humano como se escribe un poema: con el ritmo y el color de la esperanza.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 24 de noviembre de 2024 No. 1533

 


 

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