Por P. Fernando Pascual
La voz de Cristo resonó en plazas y campos, en colinas y junto a los ríos, cerca del desierto y en oasis.
Muchos lo oyeron y quedaron sorprendidos, porque hablaba con autoridad, porque ofrecía un mensaje nuevo, porque invitada a la penitencia y al perdón.
También hoy la voz de Cristo llega a millones de seres humanos. Unos, porque lo escuchan al leer el Evangelio. Otros, porque encuentran a un mensajero.
Esa voz no nos deja indiferentes. Denuncia pecados, desvela hipocresías, invita a dar un paso decidido hacia el cambio.
Algunos prefieren seguir con sus intereses, sus miedos, sus placeres, sus avaricias, sus pecados.
Otros se preguntan si resulta posible el cambio, si la conversión puede llegar a sus vidas, si el Evangelio transformará sus corazones.
La voz de Cristo no se impone, no avasalla, no obliga por la fuerza. Llega suave y serena, como ese viento que no sabemos de dónde viene, pero que refresca nuestras almas agobiadas.
Cuando le escuchamos de veras, cuando intentamos vivir su mensaje, todo empieza a ser distinto: la conversión llega a ser algo real en nuestras vidas.
Es cierto que muchas voces impiden a la gente atender al Maestro. Una multitud prefiere escuchar “noticias” que hipnotizan, músicas que deleitan, mensajes que satisfacen curiosidades vacías.
A pesar de tanto ruido, de tantas distracciones, del brillo de un mundo que engaña, la voz de Cristo sigue ante nosotros.
Solo espera que le demos una oportunidad. Quizá entonces diremos que nadie ha hablado como este hombre (Jn 7,46), y que solo Él tiene palabras de vida eterna… (Jn 6,68).