Por Jaime Septién
Todos los católicos del mundo nos sentimos emocionados al ver resurgir del terrible incendio del 15 de abril de 2019, a la Catedral de Notre-Dame en París. Un monumento medieval a la Virgen María (una de las capillas está dedicada a Nuestra Señora de Guadalupe) había sido tocado por las llamas.
Cinco años y medio después, como un regalo de Navidad a la madre del Salvador, Francia le devuelve a ella y al mundo este tesoro que cumple 861 años. Y lo devuelve como un ejemplo de esfuerzo y empeño compartido. Los carpinteros trabajaron de la mano de los arqueólogos; los bomberos fueron tan esenciales en el rescate como los investigadores; los restauradores de arte vivieron jornadas extenuantes trabajando, hombro a hombro, con los electricistas. Y, bueno, tras mil discusiones, hasta los políticos estuvieron de acuerdo en que no habría que reparar en gastos para restaurarla, mejorarla, dar ejemplo de que en unidad (que no es uniformidad) todo se puede.
El presidente Macron les dijo a las más de 2,000 personas que trabajaron en la Catedral: “Ustedes hicieron de las cenizas una obra de arte”. Me parece una frase magnífica. Nos recuerda la frase que el joven Ippolit, 17 años, tísico, con un mes de vida según los médicos, le reclama irónicamente al príncipe Myshkin en El Idiota, una de las novelas cumbre de Dostoievski: “¿Es cierto, príncipe, que usted dijo en cierta ocasión que el mundo será salvado por la ´belleza`? ¡Señores —vociferó dirigiéndose a todos—, el príncipe asegura que la belleza salvará al mundo! Y yo por mi parte aseguro que si se le ocurren esas ideas peregrinas es porque está enamorado”.
La restauración de Notre-Dame indica con claridad que el príncipe Mishkyn tenía razón (no obstante que todos lo trataran como idiota…, o quizá por eso): la belleza es la única que, desde el amor, puede salvar al mundo del desastre del odio y la desesperanza.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 15 de diciembre de 2024 No. 1536