Por P. Fernando Pascual
Una de las experiencias más profundas que transforma nuestras vidas surge cuando nos dejamos amar por Cristo.
Descubrimos en el Maestro un amor inmenso, una misericordia infinita, una amistad cercana, un consuelo que alivia nuestros pesares.
Cuando hemos experimentado la belleza del amor de Cristo, casi espontáneamente nos convertimos en testigos de ese amor para los demás.
Porque esa es una de las características de quien se deja amar por el Señor: no puede esconder bajo el celemín ese fuego que transforma cada vida.
Compartir el amor de Cristo es posible, entonces, como consecuencia del habernos dejado transformar por Él.
Dios desea el bien de cada ser humano. Nos hizo por amor, nos perdona porque ama, vino al mundo para enseñarnos el camino del amor.
Todos los que hemos recibido el regalo de la fe y confesamos a Jesús como Hijo del Padre e Hijo de la Virgen María, estamos llamados a convertirnos en misioneros del amor.
En su encíclica sobre el Sagrado Corazón, el Papa Francisco explica esta idea con las siguientes palabras:
“Hablar de Cristo, con el testimonio o la palabra, de tal manera que los demás no tengan que hacer un gran esfuerzo para quererlo, ese es el mayor deseo de un misionero de alma. No hay proselitismo en esta dinámica de amor, son las palabras del enamorado que no molestan, que no imponen, que no obligan, solo mueven a los otros a preguntarse cómo es posible tal amor. Con el máximo respeto ante la libertad y la dignidad del otro, el enamorado sencillamente espera que le permitan narrar esa amistad que le llena la vida” (Dilexit nos, n. 210).
No se trata de transmitir una teoría, sino de comunicar una experiencia. Así lo explica el Papa: “Cristo te pide que, sin descuidar la prudencia y el respeto, no tengas vergüenza de reconocer tu amistad con Él. Te pide que te atrevas a contar a los otros que te hace bien haberlo encontrado: «Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo» (Mt 10,32)” (Dilexit nos, n. 211).
Este día puedo abrir los ojos interiores y asombrarme, una vez más, al descubrir cómo me ama Dios. Ese descubrimiento me convertirá en un auténtico apóstol del amor más grande, un amor que me ha perdonado tantas veces y que desea perdonar a todos los que se acerquen al Corazón misericordioso de Jesús.