Por P. Fernando Pascual
Reconocemos la terrible realidad del infierno cuando nos damos cuenta de que es un fracaso del amor.
Cada ser humano ha sido creado por amor y para amar. Su sentido profundo se comprende desde esa vocación a amar que nos define.
El pecado rompe el amor, implica egoísmo, provoca injusticias, ofende a Dios y al hermano.
Dios ofrece la misericordia para curar nuestro pecado y permitir que el amor sea de nuevo el centro de nuestras vidas.
Cuando un alma se cierra continuamente al amor, cuando desprecia la misericordia, cuando opta por la autoafirmación a cualquier precio, queda expuesta al terrible daño del infierno.
Porque el infierno consiste precisamente en fijar, de modo definitivo, a un ser humano en su falta de amor. Así lo explica el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1034):
“Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno”.
El infierno implica sufrimientos en el cuerpo y el alma. Pero el mayor sufrimiento consiste en la imposibilidad de recuperar la vocación al amor.
Hoy se habla poco del infierno. Sin embargo, una sana catequesis sobre esa posibilidad que nos amenaza a todos puede ayudar a muchos a tomar conciencia del momento presente y a acoger la misericordia divina.
De este modo, las advertencias de Cristo sobre este tema (entre otros muchos pasajes, podemos releer Mt 25) serán un estímulo para odiar el pecado, que nos aparta de Dios y abre la posibilidad del infierno, y para escoger el camino de la plenitud, que consiste en amarle a Él y amar a cada uno de nuestros hermanos.