Por P. Fernando Pascual

El infierno suscita diversas reacciones. En ellas, suelen conjugarse dos ideas que tienen una gran importancia.

La primera: existe la posibilidad de perder, para siempre, el amor. En cierto sentido, esa sería la esencia del infierno.

La segunda: querríamos que nadie fuese al infierno, porque en el fondo deseamos el bien para todos.

Las dos ideas no son incompatibles. La primera surge desde el gran don de la libertad, que siempre está unida a un gran riesgo.

Puesto que cada uno es libre, puede acoger a Dios o rechazarlo. Puede hacer el bien o el mal. Puede pedir perdón por un pecado o rechazar la misericordia.

La segunda idea nace desde una solidaridad que nos lleva a desear que todos los seres humanos, hermanos nuestros según la carne, alcancen el gran regalo de la salvación.

Esa solidaridad surge, en su raíz más genuina, del corazón de Dios mismo. Porque es Dios quien desea que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (cf. 1Tim 2,4).

Las dos ideas conviven de un modo sorprendentemente dramático, y llegan a esa gran pregunta que los discípulos preguntaron al Maestro: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» (Lc 13,23).

La salvación no está garantizada. Quizá en algunos momentos se exageraba el miedo al infierno, usado como una amenaza para motivar a las personas a huir del pecado. Pero si se dejan de lado ciertas exageraciones, reconocer el peligro de la propia condenación nos ayuda a tomar mucho más en serio la propia vida.

La salvación, que no es automática, se ofrece a todos. Lo más hermoso en la vida cristiana consiste en ese esfuerzo humilde, respetuoso, por ayudarnos mutuamente a abrirnos a la misericordia y a vivir lo único que permite entrar en la vida eterna: el amor.

Cuando el amor sea el centro de nuestros corazones, cuando vivamos abiertos a Dios y a los hermanos, el infierno quedará “cerrado” ante nuestros pasos, y caminaremos, con gozo, hacia el encuentro eterno con el Padre que nos ama.

 
Imagen de Khusen Rustamov en Pixabay


 

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