Por P. Fernando Pascual
Una de las raíces que explican nuestros pecados se llama “voluntad propia”.
¿En qué consiste? En un cierto apego a todo lo que deseamos y pensamos, para llevarlo a la práctica sin pedir consejo y sin reflexionar en serio.
De este modo, estamos apegados a nosotros mismos, a nuestras emociones, a nuestros planes, a nuestros juicios, a nuestros proyectos.
Todo lo que pudiera contradecir lo que deseamos aparece como enemigo, como obstáculo a nuestra propia realización.
Quien vive apegado a su propia voluntad se pone en grave peligro de sucumbir al egoísmo y a otras pasiones bajas.
Además, se sitúa en el lado del demonio, que desde el inicio promueve entre los humanos el amor a la propia voluntad en contra de la voluntad de Dios.
Porque el camino más seguro para sucumbir a las tentaciones consiste en vivir apegados a la propia voluntad, en seguir el propio juicio.
¿Cómo superar este peligro? Con una actitud interna, humilde, firme, de romper con todo aquello que sea voluntad propia desordenada, para buscar siempre lo que Dios quiera de mí.
Ello nos dispone a dar el paso más importante para entrar en un mundo de bien, que inicia cuando nos comprometemos a seguir a Cristo.
Porque quien no se fija en su propia voluntad como punto de referencia para sus decisiones, empieza a vivir con libertad interior, y se abre a todo lo que nos enseña el Maestro.
Así rompemos el camino del pecado, que inicia siempre con la voluntad propia, y dejamos espacio al mundo de la gracia, que implica repetir, como todos los santos, como la Virgen María, una sencilla oración: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).
(Encontramos diversas exhortaciones para dejar la propia voluntad en la “Conferencia V” de san Doroteo de Gaza, titulada “Que no se debe seguir el propio juicio”, conferencia que ha sido fuente de inspiración de algunas de estas ideas).