Por P. Joaquín Antonio Peñalosa
Empieza la temporada en que los papás se miran urgidos de comprar juguetes a los hijos pequeños. Un niño sin juguetes es un niño a medias. Un manco, un inválido, un paralítico a perpetuidad si no tiene con qué jugar. El juego le es una necesidad vital, es su creación y trabajo, la expresión de la vitalidad y de la imaginación que lo distinguen.
Todo puede convertirlo en juguete y un juguete puede convertirse en todo. Un simple bastón puede interesar más a un niño que el tren eléctrico más sofisticado. Porque el trenecito sólo sabe correr por la vía y anunciar su llegada con un silbato; mientras que el bastón puede ser sucesivamente caballo de carreras, flecha en el aire, bate de béisbol, automóvil de cinco velocidades o caña de pescar. Mira, ya pesqué un pescadito color de semáforo. Nada tan real para los niños como su mundo irreal construido de sueños como nubes.
Jugando, el niño aprende la libertad y la disciplina que pide el juego colectivo. Si un niño deroga las reglas del juego, el grupo lo corrige y lo somete a la obediencia. Por otra parte, el juego de los niños, mucho más allá de una simple distracción, significa un esbozo del desarrollo ulterior del hombre, es un ensayo de la vida que le espera, un excelente modo inicial para saber relacionarse con los demás. Por eso los papás deben preferir para sus hijos, los juguetes que los hacen participar en equipo y no aislarse en solitario.
Los juguetes que deberían abolir de inmediato los gobiernos, las fábricas, los comercios y los padres de familia son los juguetes bélicos. El tanquecito de guerra, el cañón, la pistola, la metralleta, el avión bombardero y demás símbolos de realidades de la destrucción, de la hostilidad y de la muerte. Apenas un chiquillo recibió de sus cándidos papás, el regalo de una pistola de juguete corrió envalentonado hacia la abuela que dormitaba en la silla de ruedas, mientras le gritaba: Te voy a matar. Para eso sirven
precisamente las pistolas.
El periódico dijo que un hombre encapuchado entró a una joyería pistola en mano. Esto es un asalto. Ordenó al empleado que le entregara el dinero de la caja. Luego llenó una bolsa con relojes finos, anillos y pulseras de oro. Tírate al suelo o te mato. Ya en el automóvil de la huida, el ladrón sonreía satisfecho porque una simple pistola de plástico, un juguete de niño, de apariencia igual a una pistola de verdad, le había bastado para el atraco.
Si apostamos por la paz y la fraternidad es preciso decir no a los juguetes bélicos.
* Artículo publicado en El Sol de México, 8 de diciembre de 1994; El Sol de San Luis, 17 de diciembre de 1994.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 8 de diciembre de 2024 No. 1535