Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

Cada vez aumenta el número de ciudades millonarias en nuestro país. Pueblecillos que hace unos cuantos años olían a establo y a yerba fresca, hierven hoy como una colmena humana. Bosques de chimeneas y de antenas que manchan el azul, han desplazado a las “manadas de árboles que bebían agua en el arroyo” -verso este de Octavio Paz. Es la hora de la jungla de asfalto.

Mientras en el pequeño centro rural, todos se conocen y saben casi la totalidad de la vida de los demás, en las grandes ciudades y en toda la civilización actual cada vez más urbana, impera el anonimato que convierte al hombre en un desconocido solitario en medio de una masa indiferente si no hostil. Cada quién su vida. un fantasma entre fantasmas. La aguja en el pajar. Mas el anonimato urbano tiene dos caras. No todo ha de ser tragedia. Ofrece pros y contras.

Entre los elementos favorables, el anonimato ayuda a preservar la privacidad que es tan necesaria para que la persona goce de la necesaria intimidad. El anonimato de la ciudad libera de la tiranía de las costumbres, de las presiones que ejerce la sociedad, de los controles sociales y de la típica censura de los pueblos pequeños donde los ojos todo lo miran, las paredes oyen y las lenguas se especializan en criticar.

El hombre urbano puede escoger libremente las amistades y grupo en los que desea integrarse, como que la sociedad ofrece un opulento y diversificado abanico de ideas, proyectos, movimientos, asociaciones para elegir al gusto, sin presión alguna. El anonimato ayuda a establecer una clara y benéfica distinción entre vida pública y vida privada. La pública se concentra en el trabajo y en la diversión; la privada se mueve en el seno de la familia y en el círculo de amigos, mientras que en el pueblo resulta una difícil hazaña separar la vida pública de la privada con las serias molestias que de ahí se derivan.

Entre los elementos desfavorables del anonimato urbano, surge el aislamiento, la incomunicación y soledad, la despersonalización y marginación que hacen sentirse al individuo un ser extraño en medio de tumultos desconocidos y mudos. El hombre urbano experimenta de continuo el contacto físico con miles y miles de personas con quienes se topa en el autobús, los elevadores, almacenes, discotecas, canchas, bancos, cines, sin que jamás se dé una auténtica interacción personal. El anonimato puede deshumanizar al hombre al convertirlo en número, tarjeta, usuario, simple peatón, un don-nadie en el desierto tumultuoso, perdido entre la muchedumbre solitaria.

Es necesario subrayar cómo el anonimato urbano facilita la delincuencia, la criminalidad y la impunidad, al quedar prácticamente anulados los controles sociales. El anonimato, en fin, entorpece la comunicación, que se establece ya no con lo que la persona es, sino con lo que la persona hace. Se relaciona el ciudadano con el electricista porque lo necesita, no con Juan López que es el electricista. La gratuidad queda suplantada por el utilitarismo.

Sobrevivir en la ciudad supone integrarse a pequeños grupos libremente elegidos donde la persona se siente acogida, donde pueda expresar sus ideas en diálogo abierto con los demás y donde los lazos de solidaridad contribuyan a su satisfacción afectiva y a su pleno desarrollo humano.

Artículo publicado en El Sol de México, 3 de agosto de 1989; El Sol de San Luis, 12 de agosto de 1989.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 28 de abril de 2024 No. 1503

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