Por Mons. Joaquín Antonio Peñalosa

Es significativa que la primera llamada del inventor del teléfono Alexander Bell, fuera para pedirle a su ayudante que trabajaba en otro lugar: “Venga, lo necesito”.

Ciudades que rebasan el millón de habitantes, y por lo mismo conflictivas y dramáticas, necesitarían instalar un teléfono de ayuda para resolver casos urgentes y ofrecer soluciones a quienes llaman angustiados, solitarios y náufragos del asfalto anónimo y hostil.

Los Teléfonos de Socorro de Urgencia nacieron tras la Segunda Guerra Mundial como una necesidad ante las hondas crisis que dejó aquella catástrofe inhumana. En 1953, el pastor protestante Chad Varah puso en marcha la Asociación de Samaritanos como un servicio telefónico para presuntos suicidas y otros casos desesperados. Servicio que pronto saltó de Inglaterra a diversas ciudades de Europa, Estados Unidos y Canadá.

El Teléfono de la Esperanza ha funcionado en España con notabilísimo éxito, ya que cuenta con diez centros regionales y ha atendido a un millón de personas que le han confiado sus conflictos. Ahora mismo me llega de Málaga un volante de alegres colores que dice así: “Teléfono del Niño. Llámame. Abandono, abuso sexual, maltrato, drogas, explotación. Llamada gratuita”.

Estos teléfonos dan oportunidad a toda persona en conflicto de dialogar en busca de una solución a su problema; observan la neutralidad ideológica y política para atender a todos sin discriminación; mantienen la gratuidad absoluta en los servicios y el secreto confidencial en las consultas; trabajan gracias a un equipo de colaboradores preparados para su misión, las 24 horas del día. Las noches son las horas pico cuando el teléfono repiquetea con mayor insistencia angustiosa.

¿Cuáles son los problemas que los llamantes plantean con mayor tenacidad? Desde luego, los conflictos de familia y pareja. Crisis psíquicas. Depresiones. Problemas sentimentales. Cuestiones éticas. La soledad. La separación. El suicidio, alcoholismo, drogadicción, trastornos de comportamiento social, insomnio. Toda esa variada y oscura tonalidad de vidas llagadas en cuerpo y alma por conflictos personales y sociales, sin hallar de momento otra salida que llamar al teléfono de la esperanza, cuando la vida pende de un hilo. “Venga, lo necesito”.

¿Dónde están los samaritanos que quisieran implantar en las principales ciudades de México este auxilio cada vez más necesario?

Nos la pasamos hablando y escribiendo del bien “común”. Pero el fin del bien común no es la vaga colectividad, sino el individuo concreto. Este hombre, esta mujer que sufre, son la meta del bien común, si no queremos quedarnos en el aire y que de nada sirva tanta y tanta declaración sobre derechos humanos.

Artículo publicado en El Sol de San Luis, 11 de febrero de 1995; El Sol de México, 25 de febrero de 1995.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 30 de julio de 2023 No. 1464

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