Por Arturo Zárate Ruiz
La dicha, o alegría, es un estado de ánimo que responde al disfrute de algo bueno. Su opuesto es la tristeza, o estado de ánimo que responde a la pérdida de un bien.
Creo que son más las razones para ser dichoso pues los bienes nos sobran.
Si la vida nos debe alegrar por sí misma y por ser necesaria para disfrutar todos los demás bienes, aún más nos debería regocijar porque nos muestra la gran providencia y presencia de Dios para con nosotros. Esa vida nuestra nos la da Él, el más hermoso y bueno, y nos la sostiene, como ocurre también con nuestra casa y sustento. El Señor es origen y sostén de todos los bienes que disfrutamos.
Su generosidad con nosotros se manifiesta en el poder nosotros tener, hacer y ser de maneras muy satisfactorias.
Así tenemos muchas cosas. Que sean materiales no nos debe asustar por un falso escrúpulo espiritualista. Tenemos un cuerpo que debemos cuidar y, ¿por qué no?, disfrutar. Es un regalo tan excelente de Dios que Él no tuvo recelo al encarnarse. De allí que nos debemos alegrar no sólo porque tenemos casa, también porque está limpia y bonita. Y debemos ser dichosos porque no sólo tenemos comida y vestido, también porque una es muy sabrosa y el otro muy cómodo. No es que me oponga a las penitencias, pero no tenemos por qué masticar zacate todos los días cuando se nos permiten unos taquitos de barbacoa.
Poder hacer muchas actividades son otro gran bien, desde caminar, bailar, hablar, oír, cantar, y, ciertamente, alabar a Dios por sus bendiciones, sin poner a un lado esa capacidad que Él nos da para acceder a la sabiduría, que no es poca cosa aprender las sumas y restas.
Si ya es un bien el ser humanos por el goce de la razón y de la voluntad libre, más lo es el crecer en humanidad tras crecer en el buen uso de esa razón y esa libertad. Eso ocurre cuando adquirimos los mejores bienes de este mundo, que son los buenos hábitos, acciones excelentes que, si se vuelven costumbre, son difícil de perder: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Alegrémonos por vivirlas.
Hay un grupo de virtudes infusas, es decir, que nos las ofrece Dios y podemos gozar si las abrazamos: la fe, la esperanza y, la más grande, nos dice san Pablo, el amor.
Gracias al amor tenemos la dicha de abrazar tiernamente a Dios y dejarle que Él también nos abrace. Ese amor se multiplica en el cariño que nos ofrecemos unos a otros con los amigos y con la familia. Es una gran dicha eso de prodigar amor.
La fe no es un asunto menor de la cual alegrarnos. Santa Isabel elogia a su prima, la Virgen María, de esta manera: «Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor». Por su fe, María es feliz. Por su fe, sabe que goza de un bien inagotable y jamás perdible que es Dios mismo. Se sabe bienaventurada porque lleva en su vientre a Jesús. La misma presencia del Niño Dios en ese vientre virginal hace que san Juan Bautista salte de alegría en el vientre de santa Isabel: «Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno». La prima de María supo de ello por verse llena del Espíritu Santo, por verse llena de Dios.
La fe nos llena de Dios y nos debe hacer saltar de alegría. Así le ocurrió a Pedro: «Feliz eres, Simón Barjona, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Y ahora yo te digo: Tú eres Pedro (o sea Piedra), y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; los poderes de la muerte jamás la podrán vencer. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en el Cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el Cielo». Y si aún no nos es clara esa presencia de Dios en nuestra vida como para saltar de alegría, san Pablo señala que «en esperanza estamos salvados», es decir, ya somos de Dios. Alegrémonos infinitamente por ello. Tan así que, también san Pablo, exultó: «tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor».
Que no perdamos nunca esa dicha de sabernos hijos de Dios.