Guiados por una Estrella, tres Magos de Oriente —que representan a los pueblos a los que Jesús ofrece su Salvación—, están cerca del portal de Belén para adorar al Dios nacido para reinar eternamente en el corazón del hombre. Cuando se pusieron en camino llevaban consigo tres cofres con sus respectivos dones que ofertarán al Niño: oro —símbolo de la realeza, pues Jesús es el Rey de Reyes—, incieso —el aroma que nos remite a la divinidad, y Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre— y mirra —empleada para embalsamar, signo de la humanidad de Cristo condenada a la muerte en la Cruz—. Entregarán estos preciados presentes con un corazón abierto, con humildad desbordante, con un amor ardiente y un celo fervoroso.
Como esos Reyes espero con ilusión la Epifanía del Señor para ponerme a la puerta de la cueva de Belén con esa misma reverencia y admiración. Anhelo dejarme iluminar por la fuerza del resplandor de este Niño divino, y la luz de santidad que irradia María, su Santísima Madre. Hacerlo con venerable respeto, con alegre devoción, con íntimo afecto para ofrecerle mis propios dones: el oro de la pobreza de mi vida y de mi corazón, el incienso oloroso de mis pequeñas y sencillas virtudes y la mirra amarga de mis sacrificios, mi desprendimiento de lo terrenal y me apego a las cosas de Dios.
Cuando los Reyes ofrecieron postrados de rodillas sus dones al Dios hecho Hombre ¡lo harían, seguro, llenos de emoción predispuestos a servir a ese gran Señor, ahora todavía un Niño, y ponerse al servicio de esa gran Mujer que es la Virgen María! ¡Y, sobre todo, con la predisposición del corazón a alabar al Dios de todo lo creado!
Como los sabios de Oriente en su humilde y reverencial adoración deseo desprenderme de mis coronas mundanas y ponerlas ante el Niño Jesús como signo de reconocimiento de la grandeza de Dios y lo pequeño que soy ante Él. No pretendo humillarme. Simplemente, desprenderme de mi soberbia, de mi egoísmo, de mis yos, para colocarme con todo mi amor y cariño en el lugar que me corresponde ante Dios. Sólo pretendo dejarme guiar por Él, permitir que mi corazón acoja su Palabra y dejar que mi voluntad no frene los proyectos que Dios tiene pensados para mí.
Y como los Reyes me quiero poner en adoración, ofreciendo al Señor mi pequeñez confiando en que el Niño Dios la acoja; ofreciendo mi vida para servirle a Él y a los demás; ofreciendo mis pobres presentes para que esos regalos se conviertan en un acto de autenticidad de mi vida cristiana; ofreciendo mi vida para ser testimonio de la verdad.
¡Señor, Jesús, al igual que los Reyes Magos quiere ir también a adorarte cada día! ¡Quiero hacerlo con las manos llenas! ¡Quiero, Señor, ofrecerte el oro de la pobreza de mi vida y de mi corazón, el incienso oloroso de mis pequeñas y sencillas virtudes y de mi oración, la mirra amarga de mis sacrificios y el desprendimiento de lo terrenal para apegarme a las cosas de Dios! ¡Quiero permanecer siempre fiel a Ti, Señor! ¡Quiero honrarte siempre! ¡Quiero alabarte siempre! ¡Quiero ser tu amigo, Señor! ¡Quiero honrar a tu Santísima Madre! ¡Señor, me postro ante Ti porque no te quiero olvidar jamás, porque quiere tenerte siempre en mi corazón, porque quiero vivir Tu Evangelio en total plenitud, porque te necesito para tener un corazón generoso y misericordioso, porque no quiero olvidar nunca que eres mi Creador! ¡Te quiero, Niño Dios, que has nacido por misericordia de Dios, el Padre que quiere tanto a su descendencia que no puede soportar que los hombres nos perdamos para siempre!
Publicado en Orar con el corazón abierto