Por P. Fernando Pascual
Hay detalles que parecen insignificantes, que no “producen” resultados tangibles, que no curan ni reconstruyen lo dañado.
Una caricia no cura a un enfermo. Una sonrisa no borra las deudas. Un abrazo no devuelve el trabajo a quien lo ha perdido.
Esos detalles pequeños, sin embargo, tienen un valor especial frente a situaciones de sufrimiento.
Porque lo que necesita el enfermo es una buena medicina, pero también una caricia que le recuerde el cariño de otros.
Porque lo que levanta a quien perdió el trabajo no es solo la invitación a una cita con quien pueda contratarlo, sino también la cercanía de quien lo ama.
Muchos detalles pequeños son como las dos monedas de mínimo valor que ofreció una pobre viuda en el tesoro del Templo de Jerusalén (cf. Mc 12,41-44).
Para la contabilidad del Templo, esas monedas eran insignificantes: quizá no servían ni para comprar una vela.
A los ojos de Dios, sin embargo, eran un gesto de amor que valía más que muchos otros gestos realizados para recibir aplausos o simplemente como una pesada obligación.
Hay detalles pequeños que valen mucho, y que están al alcance de todos. Cuesta muy poco sonreír al policía que está en la esquina, al cajero en el supermercado, a la persona que sale a nuestro lado de la parroquia.
Sobre todo, valen esos detalles pequeños que hacemos en familia, cuando con una caricia, una sonrisa, o un silencio de escucha atenta, ofrecemos al otro un cariño que necesita y que puede, hoy, alegrarle profundamente el corazón.