Por P. Joaquín Antonio Peñalosa
De poco ha servido la exaltación con que los enamorados celebran cada día el día anual del amor; los cantos que levantan a coro los poetas; la divinización de antiguas y modernas civilizaciones que hacen de la mujer diosa resplandeciente o diva comercializada; porque el hecho es que el antifeminismo de épocas patriarcales sigue siendo actualísimo, pese a todos los feminismos de cualquier etiqueta.
Numerosas mujeres pueden gritar como la protagonista de la Antígona de Anhouil: “Una mujer, sí. Ya he llorado bastante por ser mujer”. Son demasiados los prejuicios, ignorancias e intereses que se oponen a aceptar en la teoría y en la práctica, eso tan sencillo y complejo como que sustancialmente la mujer es igual al varón en cuanto persona y dignidad; y accidentalmente diferente, pero complementaria del varón.
¿Quién es el responsable de la marginación de la mujer? Desde luego, el varón que se ha comportado excluyendo y no compartiendo; que ha monopolizado la historia, el poder, el saber, el tener, sin permitir que la mujer intervenga en su cerrado imperio. Necesitándola siempre, la ha desacreditado sin piedad, si no es que le ha movido la guerra tratándola como rival, menor de edad, objeto sexual, atrevida, interesada, “culta dama”, descarada, bruja, vampiresa, “preciosa ridícula”, “cabecitas hermosas, pero sin sesos”.
Aunque duela al tocar la llaga, es preciso hablar de automarginación. Las mujeres también han compartido y alimentado los convencionalismos mantenidos por los varones. Les han hecho el juego. Consciente o inconscientemente han contribuido a desdibujar su propia imagen y a fijar así la supremacía del varón como la disociación de los sexos al través de las generaciones.
Si el varón se ha convertido en troglodita que se come crudas a las mujeres y colecciona sus cabezas en el cuarto oscuro, es porque las mujeres se han comportado cual ovejas ingenuas y crédulas. Crédulas de que son únicamente el “bello sexo” -lo cual no siempre es cierto-; y el “sexo débil”, lo cual siempre es falso; porque el varón no tiene la resistencia física y moral de la mujer ante el dolor y la prueba y la enfermedad.
Entre las mujeres automarginadas, sujetos agentes y no pasivos de su propio confinamiento social, podríamos advertir, grosso modo, algunas posiciones fundamentales. Por ejemplo, la mujer mártir, la cree haber nacido para perder; creyéndose débil busca al fuerte, como la yedra al tronco, según se muestra sumisa, sin voz ni voto. Tampoco falta la mujer que padece complejo de inferioridad ante el varón por subestimarse a sí misma y sobrevalorar al varón, igual que esos arbolitos que con tanto esfuerzo y con una técnica muy elaborada, los japoneses consiguen mantener pequeños a base, simplemente, de no dejarlos crecer más de la cuenta. Recordemos también a la frecuentísima mujer-ama-de-casa, mujer-refrigeradora, mujer-cocina-integral, cuyos horizontes no transcienden los muros del hogar como que no advierten ni quieren advertir que, al otro lado, las espera -sin mengua de sus tareas como madres de familia y compañeras del esposo-, una impostergable vocación de apertura a los problemas del mundo.
Porque el mundo -la política, la educación, la cultura, el progreso social- necesita la participación activa y compartida de lo masculino y de lo femenino para que sea íntegramente humano. Desde el Neolítico hasta nuestros días, la historia de la humanidad se ha resentido no tanto de la excesiva intervención del varón, cuanto de la trágica y lamentable ausencia de la mujer.
*Artículo publicado en El Sol de San Luis, 1 de febrero de 1989; El Sol de México, 9 de febrero de 1989.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 19 de enero de 2025 No. 1541