Por Arturo Zárate Ruiz

Ciertamente hay límites a la propiedad privada. Se aplican inclusive a nuestro propio cuerpo. Somos sus guardianes, no sus dueños. Por tanto, no podemos hacer con éste lo que se nos dé la gana, por ejemplo, drogarnos a punto de pudrir nuestra mente y, en general, nuestra salud.

Eso no quiere decir que no convenga ni sea permisible la propiedad privada, inclusive de cosas externas a nuestro cuerpo. Como ocurre con éste, seríamos guardianes, no dueños caprichosos, de lo que tenemos.

Santo Tomás de Aquino nos lo explica: «La posesión de cosas externas es natural al hombre… este dominio natural del hombre sobre las demás criaturas, que es competente para el hombre con respecto a su razón en la que reside la imagen de Dios, se muestra en la creación del hombre (Génesis 1:26) con las palabras: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, y señoree sobre los peces del mar”, etc.» El Aquinate también señala: «Dos cosas son competentes al hombre respecto de las cosas exteriores. Uno es el poder de procurarlos y dispensarlos, y a este respecto es lícito al hombre poseer propiedades. Además, esto es necesario para la vida humana por tres razones. Primero, porque cada uno tiene más cuidado en procurar lo que es para él solo que lo que es común a muchos o a todos: ya que cada uno eludiría el trabajo y dejaría a otro lo que concierne a la comunidad, como sucede cuando hay un gran número de servidores. En segundo lugar, porque los asuntos humanos se conducen de manera más ordenada si cada hombre está encargado de cuidar él mismo de algo en particular, mientras que habría confusión si cada uno tuviera que cuidar de algo indeterminado. En tercer lugar, porque al hombre se le asegura un estado más pacífico si cada uno se contenta con lo suyo. De ahí que se observe que las riñas surgen con mayor frecuencia donde no hay división de las cosas poseídas».

Teólogos de la Escuela de Salamanca (siglo XVI) explicaron además que la propiedad privada facilitaba actividades muy concretas como el comercio, pues, en el intercambio de bienes, es necesario que quede claro qué es tuyo y qué es mío.

Como ya he anticipado, el gozar de una propiedad conlleva responsabilidades. El Catecismo lo explica: «La propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus próximos. Los bienes de producción —materiales o inmateriales— como tierras o fábricas, profesiones o artes, requieren los cuidados de sus poseedores para que su fecundidad aproveche al mayor número de personas. Los poseedores de bienes de uso y consumo deben usarlos con templanza reservando la mejor parte al huésped, al enfermo, al pobre».

Pero la propiedad privada no ocurre siempre. Por ejemplo, en México no suele ser redituable para un empresario privado, ni suele interesarle, el invertir en la investigación en el área de las ciencias sociales. El conocimiento sobre lo que pasa en los grupos humanos es, sin embargo, muy importante para tomar las decisiones adecuadas. Por ello, el gobierno invierte en centros de investigación como en el que laboro. En cualquier caso, que el gobierno lo deba hacer tiene sus desventajas. El administrador público, a la hora de disponer del financiamiento gubernamental, sólo puede usarlo según especificaciones muy particulares. Si este dinero es para lápices, no puedo usarlo para comprar plumas, ni viceversa, aunque en este momento el dinero disponible pudiera servir mejor para comprar lo otro. No ocurre así en la empresa privada. Su dueño no tiene que hacer ningún trámite especial para reetiquetar el destino del financiamiento. El dinero es suyo y no tiene que explicarle a nadie ni justificar, digamos, al pueblo por qué compró plumas en vez de lápices. De allí que la empresa privada suela ser más flexible y dinámica. Si hay muchas, y no sólo una, como lo es el Estado, se permiten muchas iniciativas, esfuerzos y competencia. Esto, entre otras muchas razones, beneficia a todos. La Iglesia defiende así el principio de subsidiaridad: sólo el Estado se encargaría de lo que nadie más se preocupa de hacerlo, o de competencias que sólo a él corresponderían, por ejemplo, la seguridad pública.

 


 

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