Por P. Fernando Pascual
Un grupo de amigos comenta aquel terrible incendio que arrasó miles de casas. Uno, con una mirada a su alrededor, añade con cierta seguridad: aquí estamos seguros. No puede pasarnos algo parecido.
El comentario puede tener buenos fundamentos: no hay árboles muy cerca, no hay montañas que arrojen vientos hacia el valle, hay buenos sistemas antiincendios.
Sin embargo, si uno es sincero, las desgracias que ahora vemos como lejanas, un día pueden llamar a la puerta de nuestra vida.
No ocurrirá, ciertamente, como ocurrió en ese terremoto o en aquel incendio, pero sí con una fuga de gas, o un descuido en la corriente eléctrica, o la explosión de la batería de un teléfono móvil.
A todos nos gusta vivir con un buen margen de seguridad, en el que ciertas desgracias parezcan remotas, si es que no llegamos a pensar que serían casi imposibles.
La realidad es que toda existencia humana, incluso la de quienes tienen guardaespaldas y helicópteros privados, está continuamente amenazada por imprevistos.
Ante cualquier desgracia, la compasión hacia las víctimas se une a un deseo por prevenir daños a los cercanos, al mismo tiempo que reconocemos lo vulnerable que es cualquier existencia humana.
Son siempre de ayuda esas palabras que leemos en la Biblia: “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro” (Hb 13,14).
Hoy, así lo esperamos, las cosas fluyen como siempre: la luz se enciende, la nevera conserva la comida, no hay virus girando por el aire.
Pero no siempre las cosas salen como esperábamos. Cuando un cortocircuito, un viento huracanado, o una simple bacteria en la comida, nos cambien los planes, buscaremos ayudas humanas para salir adelante, y acogeremos esa esperanza que nos hace confiar en un Dios que es Padre y cuida de cada uno de sus hijos…