Por P. Fernando Pascual
Amamos la verdad porque solo ella nos guía a la hora de tomar decisiones bien fundamentadas.
Esas decisiones se refieren a un sinfín de ámbitos y situaciones: amamos la verdad sobre lo que compramos, sobre lo que comemos, sobre lo que esperamos de un médico competente, sobre una relación de amistad.
También en lo que se refiere a la religión somos amantes de la verdad. Por eso no queremos una religión que se construya sobre el error, porque no “sirve” para orientar nuestras vidas hacia lo que vale realmente.
La existencia de muchas religiones nos permite afrontar la pregunta: ¿hay alguna verdadera? ¿Cómo discernir sobre este punto?
Si una buena investigación nos hace concluir que una religión concreta sería falsa, ¿cómo tratar a quienes la siguen?
Constatamos, a veces con sorpresa, que religiones identificadas como erróneas “sirven” para ofrecer seguridad, incluso promueven cohesión familiar y social, a miles de personas.
Pero los buenos resultados que pueda ofrecer alguna religión no son suficientes a la hora de analizarla a fondo. Porque lo que más importa, en el tema sobre Dios y sobre lo que Él pueda habernos manifestado, es llegar a verdades.
El camino hacia tales verdades parece difícil, y muchos pensadores han renunciado a recorrerlo, por considerar el tema religioso fuera del alcance de las posibilidades de la mente humana.
Lo difícil no quita la urgencia de la pregunta. Porque si existe un Dios, y si ese Dios ha manifestado, de alguna manera concreta, su existencia y lo que desea de los humanos, vale la pena recorrer un camino para deslindar qué religión sea verdadera; es decir, que religión nos permita conocer, de la mejor manera posible, lo que Dios nos haya dicho sobre sí mismo y sobre nosotros.