Por Nicola Nicoletti / L’Osservatore Romano
Un viento helado sopla estos días en el estado de Coahuila, en la frontera entre México y Estados Unidos, mientras también las regiones vecinas de Durango y Chihuahua registran temperaturas nocturnas muy por debajo de cero. Más allá del imaginario colectivo sobre el clima de México, el invierno en el norte del país puede ser terriblemente frío, sobre todo para los migrantes que no tienen casa donde vivir, ni libertad, ni reconocimiento de derechos básicos. Como el de no pagar “mordidas”, o el de ser niños con la posibilidad de ir a la escuela.
El flujo de desesperados no se detiene
Las caravanas de migrantes no se detienen, ni siquiera en estos días marcados por el frío y los anuncios sobre políticas restrictivas por parte de la administración estadounidense encabezada por Donald Trump. “El norte de México se convierte de diciembre a febrero, y muchas veces hasta marzo, en una zona que pone en aprietos a los migrantes”, confirma el padre Rafael López, párroco de la comunidad de Fátima en Torreón, en declaraciones a medios vaticanos.
Por estos lados, en la frontera con Estados Unidos, el destino de los pobres sin nada que llegan de toda América Latina, incluido México, se confía a un tren de mercancías para viajar hasta aquí: ‘La Bestia’. Estamos en Coahuila, una zona de minas, plantas de recolección y procesamiento de leche y varias fábricas de automóviles. El sacerdote de 50 años sabe que entre sus fieles, de vez en cuando llega alguna familia de Centro y Sudamérica en busca de hospitalidad, comida y descanso.
Voluntad de atender a los infortunados
Apasionado de radio y periodista, el padre López no olvida la caridad, por lo que acoge y comparte con los migrantes que bajan en la estación Torreón, las ofrendas de sus feligreses. “A veces nuestros hermanos se caen del tren porque viajan arriba de los vagones, amarrados”, dice. Son trenes de mercancías, con destino a las grandes fábricas de la frontera, familias de pobres, mujeres y hombres sin otra esperanza, suben encima de los vagones, desafiando al destino.
Pero no pocas veces, en las curvas o cuando se quedan dormidos, se caen. A veces mueren por el impacto contra el suelo, otras resultan gravemente heridos, quedando deformados de por vida. En estas situaciones, se desencadena la voluntad de atender a los desafortunados, y se les ofrecen comidas, ropa y mantas gracias al equipo que la parroquia de Fátima ha organizado durante años.
El tam-tam de lo que se necesita corre por las redes sociales, y así llegan a la parroquia vendas, medicinas y hasta médicos. El voluntariado, el auténtico, sin remuneración estatal o privada, aquí funciona así, gracias a la confianza en el sacerdote y con la colaboración de una comunidad.
En las esquinas, el padre López predica la invitación a compartir y a la comunión. En el barrio, no lejos de los coches aparcados, en el fin de semana la parroquia instala sillas para la misa. “Vamos a anunciar el Evangelio por las calles”, explica mientras organiza los cantos con el coro. Al fin y al cabo, no está lejos de lo que hizo Jesús, encontrarse con la gente y hablar de cómo la vida puede cambiar a través de su Palabra. “También de aquí nace la generosidad”, explica con una amplia sonrisa.
Parroquia de puertas abiertas
En sus homilías, el sacerdote recuerda el Sermón de la Montaña. Es de aquí de donde toma forma esa disposición a recibir y ofrecer comida y ropa a los migrantes desde el Evangelio, “desde el camino donde se escucha el anuncio hasta el camino que cruzan nuestros hermanos por el sueño americano”, reitera el padre Rafael mientras prepara el Rosario por la salud del Papa.
Y aunque las políticas del presidente Trump cierren pronto las fronteras del norte, la acogida de parroquias como Fátima seguirán teniendo puertas para esperar a quienes llamen pidiendo ayuda.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 16 de marzo de 2025 No. 1549