Por Arturo Zárate Ruiz
Una definición de justicia es darle a cada uno su merecido. ¿Qué es lo que merecemos? La respuesta es distinta según diferentes criterios.
Según el de nuestro Enemigo, merecemos las llamas del Infierno, y que duelan y nos achicharren. Por ello, el Acusador procura hundirnos en la desesperación, y se esfuerza en que pensemos sólo en nuestras faltas, nuestros pecados, en lograr que estén éstas siempre ante nuestros ojos, en admitir que nuestro mal es, sí, inconmensurable, pues nuestra ofensa es contra quien es Infinito, Dios, por lo que sería muy justa e irreprochable la sentencia a un castigo eterno, más aún, porque desde que nacimos somos culpables, pecadores nos concibieron nuestras madres. De hecho, ese diablo citará, como con frecuencia lo hace, las Escrituras, y sacará justo el texto de san Juan Evangelista, quien nos advierte: «Si decimos que no tenemos pecado, nos estamos engañando a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros». De allí que del Oficio de Difuntos sólo escuchemos: «Sollozo, porque soy culpable; la culpa sonroja mi rostro». Y sólo notemos: «La muerte y la Naturaleza se asombrarán, cuando todo lo creado resucite para responder ante su juez. Se abrirá el libro escrito que todo lo contiene y por el que el mundo será juzgado. Entonces, el juez tomará asiento, todo lo oculto se mostrará y nada quedará impune. Será de lágrimas aquel día, en que del polvo resurja el hombre culpable, para ser juzgado. Condenados los malditos, arrojados a las llamas acerbas». ¡Ay!
Los criterios humanos son muy variables, pero hay uno no infrecuente en lo que concierne a la justicia. Nos lo recuerda esta cuarteta sobre las cárceles: «En este lugar maldito donde reina la tristeza, no se castiga el delito, se castiga la pobreza». Y nos lo recuerda nuestras actitudes frente al pobre y al rico: uno es un borracho si bebe, el otro sólo anda un poquitín achispado.
En países sin ninguna corrupción (muéstrenme uno), podría afirmarse que sí se castiga o premia “correctamente” según el comportamiento. Pero sólo es así en lo que respecta a lo muy obvio, por ejemplo, se mete fácilmente en la cárcel a Perfidio por matar a su suegra, no así a Avaricio que reduce al hambre a sus trabajadores (algo no tan fácil de probar), ni así a Lascivio, pues, aunque adúltero, la sociedad no se atreve a meter a tanto infractor como él en la cárcel. De atender los méritos, se le paga bien al médico no sólo por su formación profesional, también por registrar él sus cuentas, no así al ama de casa pues ni ella misma tiene claro cuánto debe ganar. En cualquier caso, solemos considerar todo esto correcto porque la justicia humana es muy falible, y no queremos equivocarnos. Y aun si la justicia humana no fuera ni falible ni variable, lo que hagamos de bueno o malo quedará finalmente en el olvido. En Miércoles de Ceniza se nos repitió: «Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris». Eso sería lo justo de considerar los meros criterios mundanos.
Los criterios de Dios son distintos. Su justicia para con nosotros es acorde con nuestra dignidad, y la suya. Fuimos hechos a su imagen y semejanza. Aun cuando hemos pecado —o más bien porque lo hicimos— ha asumido Jesús nuestra naturaleza para rescatarnos y, no sólo reestablecer, sino elevar esa dignidad: ahora estamos insertos, a través de Cristo, en su vida divina. Para Dios, quien nos ama y es misericordioso, eso es lo que merecemos ahora y en la eternidad.
En respuesta a su bondad, nos corresponde hacer al menos tres cosas:
- Corresponder su amor cumpliendo su mandato de amarlo a Él sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos.
- Ser justos no según el diablo, con perversidad, ni como prefiere el mundo, con venganza, sino según Dios, ofreciendo el bien por el mal. Hacerlo no excluye la corrección fraterna, pero exige nunca renunciar a amar inclusive a quien nos hizo más daño. Aunque esté él ya en prisión, nuestro amor puede traspasar no sólo los muros de la cárcel, también los de su corazón endurecido. Sigue siendo él, como nosotros, un hijo de Dios y debemos tratarlo según su dignidad.
- Acudamos a la justicia de Dios en el sacramento de la reconciliación. Hoy es el tiempo de la Misericordia.
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