Por P. Fernando Pascual
Un niño acaba de montar un coche con diversas piezas. Va con sus padres y les muestra su maravilloso trabajo. Desea ser reconocido.
Ese niño hace algo muy radicado en nuestra condición humana: buscar aprecio, reconocimiento, aplausos, cariño, gratitud.
También los adultos queremos ser reconocidos. Si el pastel ha salido bien, sentimos una gran alegría cuando nos lo dicen.
Si no llega el reconocimiento, si los otros responden con indiferencia ante nuestros logros, sentimos tristeza: no nos aprecian por lo que somos y por lo que hacemos.
La necesidad de ser reconocidos puede llevarnos a una vida falsa: realizamos algo para recibir aplausos, y dejamos de hacer cosas buenas que tal vez quedan en lo oculto porque no las vemos aptas para ser reconocidos.
Cuando vivimos con honestidad y hacemos eso que teníamos que hacer, la falta de reconocimiento nos genera turbación, incluso desgana, como si no valiese la pena lo que hemos llevado a cabo.
Constatar la importancia de ser reconocidos nos debería impulsar a abrir los ojos y descubrir tantas obras buenas de quienes viven a nuestro lado.
Entonces daremos gracias a quien ha limpiado la escalera, a quien ha planchado bien las camisas, a quien ha ordenado un librero, a quien ha pintado un paisaje sencillo y original.
Ser reconocidos y reconocer tantas cosas buenas de la gente: son momentos fundamentales de nuestra vida diaria, que transcurre una enorme parte del tiempo en llevar a cabo acciones sencillas que merecen ser elogiadas.
Cuando no nos llegue el reconocimiento de los hombres, cuando hagamos lo bueno a pesar de la indiferencia de quienes tendrían que darnos gracias, al menos podremos mirar al cielo y descubrir en Dios a un Padre bueno que, de verdad, reconoce lo que hacemos porque nos ve y aprecia como sus hijos amados…
Imagen de Gianni Crestani en Pixabay