Por P. Fernando Pascual
Existe el peligro de vivir perdidos en el presente, sin mirar a lo eterno, sin ninguna preocupación por lo que encontraremos tras la muerte.
Algunos llegan a negar que exista una condena como el infierno: tras la muerte no habría nada, o al final (piensan) todos irían al “cielo”.
El Evangelio nos invita a tomar conciencia de lo que existe más allá de la frontera de la muerte, y nos avisa del peligro de un infierno para quienes no hayan sabido amar.
Entre los bautizados y creyentes, algunos pueden preocuparse más por la salud y los problemas cotidianos, que por la manera de vivir que nos abre a la eternidad.
Incluso podemos creer más en la técnica, la medicina, la psicología… que en Dios y en sus promesas para esta vida y para la vida futura.
Luego llegan sorpresas y fracasos que desvelan la fragilidad de nuestra vida terrena: “no tenemos aquí ciudad permanente” (Hb 13,14).
Frente a lo mudable y lo temporal, necesitamos abrir los ojos y reconocer lo único que tiene un valor incalculable: una vida eterna que Dios ofrece a cada uno de sus hijos.
Solo entonces vale la pena el trabajo por la justicia, el servicio de la caridad, el perdonar las injurias, el rezar por nuestros enemigos.
Cada gesto de amor en nuestro mundo concreto y mudable queda escrito en el corazón de Dios, y sirve para vivir, llenos de esperanza, con la mirada puesta en el cielo…
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