Por José María Rodríguez Olaizola, sj

No me veo muy capaz de sintetizar el pontificado de Francisco, estos doce años que llegan a su fin. No me cabe duda de que va a haber estos días balances hasta la extenuación. Análisis eclesiológicos, teológicos y humanos. Citas de sus encíclicas y de los Sínodos que ha convocado. Homenajes, críticas, algunas desde el afecto y desgraciadamente también otras despiadadas, aunque se disfracen de fidelidad a la verdad. No pretendo tampoco ser objetivo. Cuando se trata de alguien querido, la objetividad no basta. Y creo que para todo católico el Papa, de algún modo, lo es; es más que el máximo responsable de una institución, un líder o una figura en una jerarquía. Es alguien que mezcla lo paterno, es el maestro en el que uno confía, y es también quien con su vida apunta de manera especial a Jesús, a través de una cadena de nombres que conducen hasta aquel pescador que un día echó las redes fiándose de la palabra del Maestro. En mi caso, a la familiaridad se añade el ser jesuita. Compañero de Jesús en la misma orden religiosa. Sus palabras a los jesuitas en tantas ocasiones fueron inspiradoras, claras y exigentes, pero ciertas, y al oírlas o leerlas, uno sentía que venían de un amigo en el Señor.

Su falta me hace sentir, primero, gratitud. Por lo mucho que deja. Porque ha removido seguridades, ha frenado inercias y ha hablado con palabras que para tantos resultaron fuente de consuelo. Porque ha hablado también con gestos concretos, en sus viajes a los márgenes, en sus caricias a los excluidos, en sus opciones por los intocables y en su cercanía a los más pobres. Porque ha puesto las bases para que, al menos, se pueda hablar de algunas cuestiones en las que los católicos necesitamos seguir buscando la Verdad -que es Jesucristo siempre- pero aterrizada hoy. Porque ha alentado la misericordia primero, y la esperanza después. Y ambas son muy necesarias en este tiempo implacable y derrotado. Porque ha sido profético en su clamor por la paz. Porque supo permanecer sereno ante ataques furiosos y risueño ante la tormenta.

También siento tristeza. No porque muera. Eso llega al final de vidas bien vividas. La suya lo ha sido. Y la muerte es antesala de la resurrección. Tampoco es tristeza por las críticas. Esas son legítimas y algunas de ellas pueden ser válidas. Siento tristeza por todo el odio que ha tenido que sufrir. Por el veneno que han destilado contra él. Algunos de quienes alegaban en otros tiempos que disentir con un Papa era poco menos que herético, a Francisco lo han descalificado, insultado, despreciado y ridiculizado. Creo que su reivindicación del cuidado de la casa común llegó demasiado pronto para ser entendida, pero quizás demasiado tarde ya para que cambiemos la dinámica de una creación atormentada. Y su grito a favor de la acogida a tantas personas que se sienten fuera de la Iglesia llegó demasiado tarde para sanar algunas heridas, pero demasiado pronto para quienes aún tienen el corazón de piedra y son incapaces de comprender aquello de «el que esté libre de pecado que tire la primera piedra».

Una vez me escribió. A mano. Una carta preciosa, que guardaré siempre con cariño.  Entre otras cosas, me decía:

«Algunos te dirán que sos atrevido (eso de decir que “Dios baila con nosotros”) pero déjalos que digan. Vos seguí “bailando”. Yo ruego por vos, por favor, hazelo por mí, que lo necesito. Que no me equivoque de baile, y si me equivoco, que empiece de nuevo con otra misión.»

Pues sigue bailando ahora, Francisco, con la eternidad y con Dios. Acá seguiremos nosotros, bailando con el recuerdo, con la vida, y en tantas batallas pendientes, en esta Iglesia en la que cabemos todos, todos, todos.

 

Publicado en Pastoral Jesuita


 

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