Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

El Papa Francisco nos ha dejado una huella muy profunda en nuestro corazón. Las voces de diversas naciones y géneros de personas, se elevan como un concilio de cirios encendidos que nos permiten vislumbrar la grandeza de este hombre de Dios que vino a iluminar nuestras conciencias y a estrujar los corazones dormidos de unos hermanos sumidos en la apatía de la indiferencia o en el confort de una religiosidad formal, costumbrista y en muchos casos burguesa y sin compromiso.

Para resumir en una expresión el paso del Papa Francisco por nuestro mundo, diremos que ha revelado el misterio del Evangelio de siempre, en su misión de ‘Iglesia poliédrica’: una Iglesia en salida ante las periferias de la sociedad; misionera en cuyo corazón arde permanentemente la misericordia. Iglesia profética que anuncia la verdad y denuncia las injusticias anejas a la dignidad de toda persona humana. Iglesia encarnada, que asume el dolor y el martirio, al margen del clericalismo trasnochado hábido de incienso y de poder; Iglesia con rostro indígena, afro y mestiza; Iglesia con atención y valorización del papel insustituible de la mujer en el mundo y en la misma Iglesia.

El gran testigo y promotor de la ‘Iglesia poliédrica’, es decir, de una humanidad reconciliada en la diversidad, ante un mundo polarizado en la fragmentación y la desigualdad.

Con su palabra y con su vida, el Papa Francisco nos deja este legado de la Iglesia poliédrica. No nos podemos excluir de esta misión que ha de ser nuestra misión gozosa, entregada y continua.

Hemos de ponernos al margen de las ideologías que esclavizan el pensamiento a una visión ‘esférica’ donde cada punto es equidistante del centro.

Cada pueblo y cada persona ha de conservar su peculiaridad, sin ser absorbidos en una homogeneidad.

Por eso la importancia de la ‘Sinodalidad’ en la cual se escucha con empatía al ‘tú’ y se responde con el compromiso que celebra y goza la fraternidad en la diversidad.

Se ha de construir una cultura del encuentro, en donde los puentes sean superiores a los muros de separación, de discordia y de descalificación.

Ante la decadencia cultural, social y familiar, el Papa Francisco nos muestra y demuestra el poder transformador del amor, esencia viva del Evangelio de Jesús.

La justificación teológica de fondo, podríamos decir, la ofrece en ‘Amoris Letitia’, en una cita que hace de san Juan Pablo II: ’Nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo la paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo’ (Homilía de la Eucaristía celebrada en Puebla de los Ángeles, 28 enero 1979). Y continúa el Papa Francisco: ‘La familia no es pues algo ajeno a la misma esencia divina’(nº 11).

Qué razón tenía cuando hizo aquella afirmación de su ministerio petrino que conmueve nuestra alma:

‘El mensaje de la Virgen de Guadalupe es mi mensaje y el mensaje de toda la Iglesia’.

En el Tepeyac la Virgen Santísima nos propone que ‘todos seamos de Casa’. Una sola Familia, un solo Hogar, donde exista nuestra valoración de hermanos, nuestro mutuo apoyo y el amor humano y divino como el motor de nuestra existencia.

 


 

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