Por Arturo Zárate Ruiz

La previsión parece disgustarle a Dios si se lee de manera errónea la parábola del rico insensato:

«Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo “¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha”. Después pensó: “Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida”. Pero Dios le dijo: “Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?”»

El problema no es que sea mala la previsión. El problema es suponer que nosotros somos los encargados de fijar el número de nuestros días. «La vida de un hombre no está asegurada», Jesús explica la insensatez del ricachón. Es Dios el dueño de nuestra existencia.

La previsión en sí es buena. Jesús mismo la elogia en la parábola de las vírgenes prudentes y las insensatas. Unas prevén la llegada del novio y alistan sus lámparas para la fiesta, las otras no lo hacen y acaban fuera de la fiesta por inadvertidas.

Jesús además censura a los fariseos por negarse a advertir que ha llegado el tiempo de la salvación:

«Cuando ven que una nube se levanta en occidente, ustedes dicen en seguida que va a llover, y así sucede. Y cuando sopla viento del sur, dicen que hará calor, y así sucede. ¡Hipócritas! Ustedes saben discernir el aspecto de la tierra y del cielo; ¿cómo entonces no saben discernir el tiempo presente?»

En general, la previsión te permite pronosticar el curso más probable de los eventos. En la administración de los negocios públicos o los privados, ella es en gran medida el alma de la planeación. Con base en las probabilidades previstas, puedes concebir y programar las acciones más eficaces para producir eventos benéficos.

Una de las acciones posibles es el ahorro.

El ahorro en sí mismo es muy recomendable. De ser financiero, permite reservar dinero para imprevistos. Su disposición inmediata puede ser crucial, por ejemplo, para la atención oportuna de los enfermos. Las medicinas son muchas veces caras y si no se cuenta con efectivo, no se pueden comprar. En ocasiones ese ahorro permite adquirir productos que se necesitan justo en el día en que están en oferta y no más caros. El ahorro inclusive conviene en “especie”. Los domingos no abren muchas tiendas, pero sí suelen llegar visitas a la casa. Unos huevos, unos frijoles, unas tortillas y un chorizo disponibles entonces pueden permitirnos agasajar, y muy bien, a los amigos.

El ahorro sirve también para adquirir la virtud de la moderación. Un problema del rico insensato fue su afición por los banquetazos y la mucha bebida. Respecto a ello, sí que le era recomendable la previsión: el abuso de la comida y del alcohol deterioraría su salud y explicaría su muerte, aun la espiritual, que fue la peor. Esa moderación no sólo debemos aspirarla en términos de la alimentación, se debe entender también en términos de estilo de vida. No sólo hay que evitar el despilfarro porque entonces uno se agencia para sí lo innecesario, también porque uno se acostumbra a ello y, luego, en tiempos de vacas flacas es difícil prescindir de tontería y media a la que ya estamos acostumbrados.

El ahorro además nos permite la generosidad, al menos como la de los que depositan en la alcancía del templo lo que les sobra, no según lo hizo la viuda, quien depositó todo lo que tenía. Y no es que recomiende una prodigalidad como la suya. De hecho, una buena administración de nuestros recursos nos permite ser más generosos de manera constante, no sólo ocasional. Mi punto es que parte de nuestro ahorro debe estar destinado a ayudar a los necesitados, ya sea atendiéndolos directamente, ya apoyando instituciones, como los albergues para migrantes, que se dedican a ello, ya, sin duda, acudiendo con solicitud a los requerimientos de nuestra parroquia o diócesis. Sólo el pagar la luz que se consume todos los días durante una misa en el templo, sobre todo en tierra caliente por los aires acondicionados que dan la bienvenida a los fieles comodones (yo soy uno de ellos), exige muchos miles de pesos.

En fin, el mandamiento nuevo de Jesús es que nos amemos los unos a los otros como él nos ha amado, es decir, entregándonos de lleno al próximo, para su bien. Que quien «acumula riquezas para sí… no es rico a los ojos de Dios».

 


 

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