Por Rogelio Cabrera López, arzobispo de Monterrey
La muerte del Papa Francisco me deja conmovido, pero sobre todo agradecido. Su vida fue una catequesis viva del Evangelio que se anuncia sin demora, sin miedo y sin asco. Nos enseñó a tener una mirada contemplativa, a ser “memoriosos” agradeciendo a Dios por lo vivido y a caminar hacia el futuro con esperanza. Con él aprendimos a tocar las heridas del mundo y del “medio muerto” en el camino, a no tener miedo de ensuciarnos las manos por amor; a ser una Iglesia en salida y de puertas abiertas, viviendo la cultura del encuentro, con misericordia y alegría, cuidando la Casa Común.
Nos recordó que el verdadero poder está en el servicio y que los pobres son nuestro mayor tesoro. Nos animó a ser sinodales: a caminar, escuchar y discernir juntos. Su sencillez, su ternura y su firmeza evangélica han marcado una época, siendo la alegría el eje de sus encíclicas y exhortaciones. Como latinoamericano, supo hablarle al corazón de nuestro continente para recordar que todos tenemos derecho a una vida plena. En México, su voz sigue resonando con fuerza en cada uno de nosotros, comprometidos para ser de esta Iglesia una “casita sagrada” como lo pide la Virgen de Guadalupe. El mejor homenaje que podemos hacerle es continuar su sueño: una Iglesia donde todos, todos, todos, encuentren lugar.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de abril de 2025 No. 1555

 


 

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