Por Martha Morales
La naturaleza humana es preciosa, Dios se admiró de ella y dijo “que era buena”
(Génesis), pero perdimos la bondad libremente con el pecado original, así que el pecado es solamente esto: infidelidad al modelo original. Podemos recuperar en parte esa bondad a través de la lucha por parecernos a Cristo. Él es el modelo. Para eso se encarnó, para hacer visible lo invisible. En la mente del Creador está el perfil ideal del ser humano, pero con el pecado el hombre degradó esa imagen. Allí está la fuente de las infidelidades. Jesús se encarnó para ser uno de nosotros y enseñarnos a decirle a Dios “Padre nuestro”, que es la clave de la recuperación.
Todos deseamos la felicidad. “En esta vida nadie puede satisfacer sus deseos, y ninguna cosa creada puede saciar nunca el deseo del hombre: sólo Dios puede saciarlo con creces, hasta el infinito”[1]. Dios nos podría decir: “Yo he criado hijos y los he engrandecido, y ellos se han rebelado contra mí”[2].
No es fácil ver la maldad del pecado, misterio de iniquidad. San Juan Bosco decía que preferiría que se quemara mil veces el Oratorio –la sede de su labor-, antes de que allí se cometiera un pecado mortal. Santa Teresa vio claramente que por un pecado mortal merecemos el infierno. Antes de cometer un pecado mortal hay una batalla entre la corte celestial y los demonios.
Las cosas no son malas porque son pecado, sino que son pecado porque son malas, aunque al principio no se haga daño. Haciendo el mal nunca se acaba sacando el bien, aunque aparentemente lo parezca, p.e. en Demografía hay varios errores de este estilo.
Es una pura ilusión pretender mantenernos inmunes al espíritu mundano, si lo que entra a oleadas en nuestro interior, por los ojos y por los oídos, no es otra cosa que el centellear de sus colores, la sensualidad de sus imágenes, la falsa inocencia de sus “desnudos”, la violencia de sus escenas. El mundo más peligroso no es el que nos combate, sino el que nos atrae; no es el que nos odia, sino el que nos acaricia, afirma Raniero Cantalamessa.
La reconciliación. La forma que Dios eligió para perdonar los pecados, que pasa por la confesión de los mismos, responde a una necesidad profunda de la psique humana: la de liberarse de lo que oprime, manifestándolo. El abandono de la confesión desemboca en una pérdida progresiva de sensibilidad ante el pecado y de fervor espiritual. Para que la confesión sea decisiva en la lucha contra el pecado, ha de vivirse como un encuentro personal con Jesús resucitado que, por mediación de la Iglesia, nos comunica la fuerza sanadora de su Sangre y nos devuelve la alegría de estar salvados.
Juan Pablo II escribe: “Junto con la Eucaristía, el sacramento de la Reconciliación debe tener también un papel fundamental en la recuperación de la esperanza: La experiencia personal del perdón de Dios para cada uno de nosotros es fundamento esencial de toda esperanza respecto a nuestro futuro. Una de las causas del abatimiento que acecha a muchos jóvenes de hoy debe buscarse en la incapacidad de reconocerse pecadores y dejarse perdonar, una incapacidad debida frecuentemente a la soledad de quien, viviendo como si Dios no existiera, no tiene a nadie a quien pedir perdón. El que, por el contrario, se reconoce pecador y se encomienda a la misericordia del Padre celestial, experimenta la alegría de una verdadera liberación y puede vivir sin encerrarse en su propia miseria. Recibe así la gracia de un nuevo comienzo y encuentra motivos para esperar”[3].
La Cruz de Cristo, dice Juan Luis Lorda, nos permite ilustrar los tres aspectos más sobresalientes del misterio del pecado: el maltrato que damos a Dios —la ofensa a Dios—, el oscurecimiento de la verdad —el deterioro de la luz de la conciencia—, y la destrucción de la perfección humana —imagen de Dios— que nos incapacita para vivir la vida de Dios aquí en la tierra y, tras la Resurrección, en el Cielo (cfr. Para ser cristiano, p. 217s).
A medida que avanza la vida cristiana, aumenta el sentido del pecado y también, a medida que disminuye la práctica cristiana, se pierde el sentido del pecado. Quien se niega a reconocer sus pecados, se separa de Dios.
Todos somos pecadores. “Nunca falta algo que perdonar —dice San Agustín—: somos hombres. Hablé más de la cuenta; dije algo que no debí; reí con exceso; bebí demasiado; comí sin moderación: oí de buena gana lo que no está bien oír; vi con gusto lo que no era bueno ver; pensé con deleite en lo que no debía pensar…” (Sermón 57).
Hemos de procurar que el corazón mantenga su sensibilidad, sin acostumbrarnos a lo que nos separa de Dios. Afirma San Agustín que lo que se endurece pierde sensibilidad. Lo que se halla en estado de putrefacción no duele. Si al picarnos en alguna parte nos duele, es que esa parte está sana y hay posibilidad de curación. Si no duele, ya está muerta: hay que amputarla (cfr. San Agustín, Sermón 17).
HECHICERÍAS, DROGAS Y BRUJERÍA
Lucifer fue arrojado del Cielo, pero retuvo muchos conocimientos. Él es padre de todos los mentirosos. Él es y fue, y todavía es un asesino y un fomentador de asesinatos. Él, si puede, tergiversará la naturaleza del cristiano. El nos hará crear un monstruo mientras buscamos el conocimiento científico sobre la creación de la vida. El demonio fomentará en la humanidad una forma de locura, —ya que el pecado es una locura—. El hombre descenderá al nivel de los animales, degradando su cuerpo cometiendo asesinatos, exterminando a los ancianos, exterminando a los enfermos, destruyendo a la juventud. Hay muchas hechicerías, drogas, y brujería. La hechicería está ahora sobre la tierra. Es un hecho. Es diabólico y es la fuerza de los demonios.
[1] S. Tomás de Aquino, Expos in Cred 12.1012.
[2] Isaías 1,2.
[3] Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, n. 76.
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