Por Jaime Septién

Efecto de películas como Cónclave y de la especulación propia de los medios (si no hay picardía, no venden), la elección del Papa 267 de la Iglesia católica se ha vuelto un espectáculo. Gente que denigra constantemente a la Iglesia tiene rentado a perpetuidad los altos de alguno de los edificios que rodean la Plaza de San Pedro, solamente para transmitir en directo el humo blanco.

Los comentarios de los sesudos vaticanistas –la mayoría de ellos improvisados o de una necedad digna de mejores causas—más parecen propios de una quiniela deportiva que de un acontecimiento espiritual: es al Vicario de Cristo el que el Colegio de Cardenales va a elegir, no un funcionario público o al jugador que merecerá el Botín de Oro.

Escuchando a algunos periodistas desplazados hasta Roma, un despistado pensaría que en esa Plaza, en el humo negro o blanco y el “fuera hombres” de la Capilla Sixtina, se juega la salud de la Bolsa de Valores o el de la paridad euro-dólar.

No digo que no haya intereses de por medio. La Iglesia católica está formada por seres humanos, es decir, pecadores. Pero en todo este show corremos peligro de olvidar lo esencial: que es el Espíritu Santo, el espíritu del amor, [sigue actuando en la Iglesia]. Si lo sacamos de la jugada, nos quedamos con la cáscara. Es propio de este tiempo confundir cáscara con pulpa. Así, Dios se queda en la banca, “calentando el pino” como decían los antiguos cronistas. O de espectador en la tribuna, cuando es Él la estrella del equipo.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 4 de mayo de 2025 No. 1556

 
Imagen de Joe en Pixabay


 

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