Por el Papa Francisco

La Iglesia siempre tiene futuro. Es curioso: arraiga sus raíces en el pasado, en Cristo vivo, vivo durante su época, en su Resurrección, y en el futuro, la promesa de que Cristo se quedará con nosotros hasta el fin de los siglos. Y en esa promesa se halla el futuro de la Iglesia.

¿La perseguirán? Cuántas veces ya ha sido perseguida…

A veces, aduciendo pretextos, que se había vuelto demasiado frívola, por ejemplo; otras, sin razón alguna: cuántos mártires que de frívolos no tenían nada. Aún hoy sigue habiendo demasiados mártires, asesinados por el mero hecho de ser cristianos. En el siglo XXI, nuestra Iglesia sigue siendo una Iglesia de mártires.

La Iglesia seguirá adelante y, en su historia, no soy sino un paso.

El papado también madurará; espero que también madure mirando hacia atrás, que cada vez más desempeñe el papel del primer milenio. En la unidad con los ortodoxos, lo cual no significa que los ortodoxos deban convertirse en católicos; hablo de la unidad en el servicio a la que también se refieren las palabras de Juan Pablo II, de la comunión plena y visible de todas las comunidades de cristianos, que es «el deseo ardiente de Cristo», un camino que hay que recorrer sin vacilar.

Sueño con un papado que sea cada vez más servicial y comunitario. Fue especialmente intensa, para mí, la experiencia de julio de 2018 en Bari, el encuentro ecuménico de oración para la paz en Oriente Próximo que tuve con veintidós patriarcas y jefes de las Iglesias y Comunidades cristianas orientales: católicos, ortodoxos, protestantes, todos juntos. Fue precioso.

Esto es el papado: servicio. El título papal que más me gusta es Servus servorum Dei, que se pone al servicio de todos y para todos. Cuando dos meses después de la elección me llegó el borrador del Anuario Pontificio, devolví la primera página, esa en la que figuran los títulos que se atribuyen al pontífice: Vicario de Jesucristo, Sucesor del príncipe de los Apóstoles, Soberano, Patriarca…

Fuera todo: solo obispo de Roma. Todo lo demás lo pusimos en la segunda página. Me presenté así desde el primer día, sencillamente porque es la verdad. Los demás títulos son verdaderos, añadidos por distintas razones a lo largo de la historia por los teólogos, pero justamente porque el papa era y es el obispo de Roma.

Una Iglesia nueva en la comprensión de los retos

La Iglesia debe crecer en creatividad, en comprensión de los retos de la contemporaneidad, abrirse al diálogo y no encerrarse en el miedo. Una Iglesia cerrada, asustada, es una Iglesia muerta. Hay que confiar en el Espíritu, que es el motor que guía a la Iglesia y que siempre se hace notar.

Fijémonos en el relato del Pentecostés sobre los apóstoles, que armó un gran jaleo: «De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban» (Hch 2, 2), y todos empezaron a hablar idiomas hasta entonces desconocidos, y salieron. Salieron a la calle. Afuera todo el mundo. Fuera de nuestras zonas de confort. Porque solo esta apertura genera armonía. El Espíritu es el Paráclito, el que sostiene y acompaña en el camino, es un soplo de vida y no un gas paralizante.

Salir de la rigidez y del control de todo

Hay que salir de la rigidez, lo cual no significa caer en el relativismo, sino caminar hacia delante, apostar; y hay que huir de la tentación de controlar la fe, porque no se puede controlar al Señor Jesús, que no necesita cuidadores ni guardianes. El Espíritu es libertad. Y la libertad también es riesgo.

La Iglesia los necesita a todos, a cada hombre y a cada mujer; y todos nos necesitamos los unos a los otros. Nadie es una isla, un yo autónomo e independiente, y el futuro es algo que solo podemos construir juntos, sin apartar a nadie. Tenemos el deber de mantenernos alerta y conscientes y de vencer la tentación de la indiferencia.

El amor verdadero es inquieto. Suele decirse que lo contrario del amor es el odio, y es cierto, pero mucha gente no odia con consciencia. Lo contrario más cotidiano al amor de Dios, a la compasión de Dios y a la misericordia de Dios es la indiferencia. Para acabar con un hombre o una mujer basta con ignorarlos. La indiferencia es agresión. La indiferencia puede matar. El amor no tolera la indiferencia.

Superar los miedos

En la actualidad hay mucha gente que, por distintas razones, no cree que un futuro feliz sea posible. Tomarse en serio esos miedos no significa que sean insuperables. Podemos superarlos siempre y cuando no nos encerremos en nosotros mismos. Frente a la maldad y a la fealdad que nos reserva nuestro tiempo, la tentación es abandonar nuestro sueño de libertad.

Nos escondemos en nuestras frágiles seguridades humanas, en nuestras reconfortantes rutinas, en nuestros miedos conocidos. Y, al final, renunciamos al viaje hacia la felicidad de la Tierra Prometida para volver a la esclavitud de Egipto. El miedo es el origen de la esclavitud, el origen de toda dictadura, porque su instrumentalización aumenta la indiferencia y la violencia. Es una jaula que nos excluye de la felicidad y nos roba el futuro.

Pero basta un solo hombre, una sola mujer para que la esperanza renazca, y ese hombre o esa mujer podrías ser tú. Luego, si aparece otro «tú», y otro más, ya podemos hablar de «nosotros».

El futuro tiene ya un nombre

Para los cristianos el futuro tiene nombre, y ese nombre es esperanza. Albergar esperanza no significa ser un optimista ingenuo que ignora el drama del mal de la humanidad. La esperanza es la virtud de un corazón que no se encierra en la oscuridad, que no se estanca en el pasado, que no va tirando en el presente, sino que sabe mirar el mañana con lucidez.

Inquietos y alegres: así tenemos que ser nosotros, los cristianos. La felicidad siempre es un encuentro y los demás son una oportunidad real para encontrarse con Cristo. La evangelización, en nuestra época, será posible a través del contagio de la alegría y la esperanza. ¿La esperanza empieza cuando hay un «nosotros»? No, ya ha empezado con el «tú». Cuando hay un «nosotros», empieza la revolución.

Donde el Evangelio está realmente presente, no su ostentación o instrumentalización, sino su presencia concreta, siempre hay revolución. La revolución de la ternura. La ternura no es más que eso: el amor que acerca y se materializa; es usar la vista para ver al otro, las orejas para escuchar al otro, para escuchar el grito de los pequeños, de los pobres, de quienes temen al futuro; y escuchar también el grito silencioso de nuestra casa en común, de la tierra contaminada y enferma. Y, después de ver y de escuchar, no se habla, se actúa.

Primero testimoniar que hablar

Una vez, un joven universitario me preguntó: en la universidad tengo muchos amigos agnósticos o ateos, ¿qué debo decirles para que se conviertan en cristianos? Nada, le contesté. Lo último que debes hacer es hablar. Antes tienes que actuar, y al ver cómo vives y cómo gestionas tu vida, serán ellos quienes te pregunten: ¿por qué lo haces? Y entonces podrás hablar.

Con mis ojos. Con mis orejas. Con mis manos. Y solo al final con la palabra. En el testimonio de una vida, la palabra es lo último, es la consecuencia. Es igual de importante dejar espacio para la duda.

Si alguien está absolutamente seguro de que ha encontrado a Dios, no me convence. Si alguien tiene la respuesta a todas las preguntas, esa es la prueba de que Dios no está con él. Significa que es un falso profeta, que instrumentaliza la religión, que la utiliza para sí mismo. Los grandes guías del pueblo de Dios, como Moisés, siempre han dejado espacio para la duda.

Hay que ser humilde, dejar espacio al Señor, no a nuestras falsas seguridades. La ternura no es debilidad: es la verdadera fuerza. Es el camino que han recorrido los hombres y las mujeres más fuertes y valientes. Recorrámosla, luchemos con ternura y con coraje.

Recorredla, luchad con ternura y coraje… Yo soy solo un paso.

*Extracto del capítulo 25, capítulo final de Esperanza. Una autobiografía, del Papa Francisco

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de mayo de 2025 No. 1557

 


 

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