Por P. Fernando Pascual

Se ha hablado y se seguirá hablando sobre las relaciones entre diálogo y democracia. El tema se puede afrontar de muchas maneras. Por ejemplo, con una pregunta que plantea la siguiente alternativa: ¿sirve la democracia para promover el diálogo, o sirve el diálogo para promover la democracia?

Así formulada, la pregunta parecería afirmar que primero existe una cosa y luego la otra, o que uno de los polos resulta clave para promover el otro.

Alguno observará, con razón, que diálogo y democracia van de la mano, hasta el punto de que las dos realidades serían inseparables.

Sin embargo, en sistemas no democráticos ha habido diálogos, y en sistemas democráticos no siempre se promueve el diálogo.

Para constatar lo primero, basta con entrar en una familia y hablar de política con ideas diferentes, a espaldas de lo que imponga un dictador. Para lo segundo, basta con asistir a algunas sesiones de un parlamento considerado democrático para presenciar un “diálogo” de sordos.

Notamos, a pesar de la complejidad del tema, que hay lazos fuertes que permiten mejorar la democracia cuando las personas aprenden, de verdad, a dialogar; y cómo el mismo ideal democrático estimula el arte del diálogo entre posiciones diferentes.

Es cierto, como ha sido observado, que el diálogo en abstracto no existe. Dialogan personas educadas o maleducadas, prudentes o insensatas, de mente abierta o llenas de prejuicios, respetuosas o agresivas (aunque solo se use el dardo de palabras ofensivas contra el otro).

El diálogo resulta ser un fenómeno rico y complejo, con muchos matices y muchos cambios, con un continuo esfuerzo por mejorar y con retrocesos que generan incomprensiones, incluso agresividad.

Lo mismo puede decirse de la democracia: no es algo abstracto, sino que depende de leyes y de quienes las interpretan y aplican, de personas que dominan los partidos políticos y de la gente que va a votar (con mayor o menor conciencia de lo que proponen unos y otros).

Estos y otros aspectos muestran problemáticas que tocan en su núcleo más profundo las relaciones que pueden darse entre democracia y diálogo.

Lo que sí podemos afirmar, ante este tema, es que un continuo esfuerzo por mejorar el diálogo haría posible no solo evitar democracias enfermizas, sino facilitar, en positivo, un mejor entendimiento de las personas, que siempre son las más interesadas en promover la justicia y la convivencia entre todos los miembros de la sociedad.

 
Imagen de Thomas Malyska en Pixabay


 

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