Por P. Joaquín Antonio Peñalosa
Unos prefieren hablar del hambre y otros de los hambrientos. Unos prefieren hablar de la pobreza, de la enfermedad, de la incultura, y otros del hambriento, del enfermo y del inculto. Y es que, con el uso de palabras abstractas, excluimos en cierto modo el sujeto y volvemos vaga y oscura a la persona que sufre en carne viva unas ganas infinitas de comer, de curarse, de gozar de los bienes materiales y espirituales de que los demás disfrutan.
Las palabras concretas comprometen más que las abstractas, por eso los mil y un discursos académico-cívico-filosófico-políticos están zurcidos con palabras abstractas. Y lo que importa no es la abstracción que se reduce a una operación intelectual, sino la concreción que obliga a salvar no tanto a una humanidad inmensa e indefinida, sino a este pordiosero mexicano de 65 años que hoy no comió sino unos trozos de pan.
Las cifras del hambre son estremecedoras y hablan por sí mismas. Ochocientos millones de personas están amenazadas temporal o permanentemente por el hambre. Cada año mueren 15 millones de niños por causas relacionadas con el hambre. Y cada día, cien mil personas mueren por hambre. Y hay quien se asusta más del sida que del hambre.
Sin embargo, la tierra tiene los suficientes elementos para dar de comer a todos sus habitantes. Es técnicamente posible acabar con el hambre, porque las disponibilidades mundiales de alimentos cubren con un excedente del diez por ciento, las necesidades nutricionales de la totalidad de la población. Además, solo se están utilizando para la agricultura unos 1,500 millones de hectáreas, calculándose que podrían utilizarse otros tantos. Si tantas enfermedades y tantas plagas han vencido los sabios, ¿por qué no el hambre?
Desde luego, por el reparto injusto, por la desigual distribución de la riqueza, que es la fuente de los mayores males del hombre. Países industrializados almacenan granos que les sobran y que son precisamente los que han comprado a naciones subdesarrolladas que son quienes más necesitan de esos granos que exportan al no tener otra cosa que exportar.
Añadamos el comercio injusto; porque los precios de los productos agrícolas se hunden cada vez más mientras los productos manufacturados suben constantemente, con lo cual la relación de intercambio empeora para los países pobres.
Los gastos desorbitados en armamentos obligan a disminuir los gastos en alimentación. Los países desarrollados gastan cada año 700 mil millones de dólares en armas destinadas a la destrucción; el colmo es que aun naciones en vías de desarrollo gastan en lo que mata y no en lo que da vida. Con lo que cuesta un tanque, un solo tanque, podrían construirse 520 escuelas.
Otra causa del hambre es sin duda la destrucción de la naturaleza -bosques, ríos, flora, fauna- con fines lucrativos de una minoría voraz que despoja a la mayoría de una fuente alimenticia insustituible. Sea el ejemplo de quienes utilizan el pescado para transformarlo en harina para animales domésticos de los países industrializados.
Indudablemente que la última razón del hambre -la última y la primera-, es el triunfo del individualismo sobre la solidaridad, el monopolio de los bienes de la tierra que son patrimonio de todos, la negación del derecho a vivir con que unos “hermanos” condenan a una muerte inexorable a otros “hermanos”.
– Artículo publicado en El Sol de México el 4 de marzo de 1988 y en El Sol de San Luis el 26 de marzo de 1988.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 15 de junio de 2025 No. 1562