Por P. Joaquín Antonio Peñalosa

“Si preguntas cómo andaba yo tan largas jornadas, respondo brevemente durmiendo poco, madrugando mucho y caminando aprisa”. Solo así se explica que en un año escaso, de noviembre de 1763 en que desembarcó en Veracruz hasta octubre de 1764 en que regresó a su natal España, haya podido recorrer Puebla, Michoacán, Oaxaca y Guerrero, el frailecillo capuchino san Francisco de Ajofrín. Fruto de sus andanzas, escribió con sabrosa pluma, su Diario de viaje, verdadera piedra angular de la historia, geografía y costumbres mexicanas del siglo XVIII.

Se hace lenguas y paladares al ver y saborear la variedad y regalo de las frutas de esta Nueva España, advirtiendo que las frutas que vinieron de Europa se dan mejor aquí que allá.

El plátano, dice, es la fruta más abundante y común, así las bananas de corazón recio y carne blanda que se comen en lugar de pan, como los dominicos delicados y gustosos, además de los guineos, más pequeños pero de mejor sabor que los otros. Al frailecillo nacido en Aljofrín de Toledo se le hace agua la boca con la piña: “sin ofensa de las otras frutas, es reina coronada”, tan jugosa que es casi puro zumo, “su gusto es dulce y un agrito precioso que, junto con el olor, hace un paladar agradable”.

La papaya no le hace demasiada gracia: “su carne es amarilla con un olorcillo empalagoso”. No así los cocos, “llenos de un licor algo blanco tan líquido como el agua, de bello gusto, fresco y un saborcillo de almendra”. Los cacahuates le saben a piñón. Los tamarindos agridulces tómanse para refrigerar la sangre, pero en dosis moderadas, porque debilitan el estómago. Gustosa y delicada llega la chirimoya, de carne blanca, de gusto meloso y dulce, y de fragancia suave. En cambio, las guayabas, aunque blandas al paladar, son algo fastidiosas por su olor pesado.

El aguacate es de cáscara delgada y lustrosa como de barniz, tiene una carne muy mantecosa, de color blanco verdoso y nada dulce; se come en ensaladas crudas. Bienvenidas las tunas, qué fruta tan suave y fresca, las hay blancas, amarillas, verdes y encarnadas; en España, a donde se llevaron de aquí, se llaman higos de Indias. Qué carne suave la del zapote blanco o negro. Abundan tanto los tejocotes que ruedan por el suelo sin que nadie los aprecie. El chilacayote, válgame Dios, es calabaza exquisita para dulce.

La jícama se come cocida o asada y su sabor es de castaña cocida. ¿Y los capulines? Son las cerezas de España. El viajero no acaba de elogiar el color, sabor y olor de estos bodegones de mangos, nueces encarceladas, sandías (a lo Rufino Tamayo), melones, cidras, melocotones, limas, manzanas (todas de Martha Chapa), peras de piel como encerada, anonas, ciruelas, granadillas de China. No hay palabras para ponderar los limones, los camotes, los garambullos, las ceibas que dan unos higos que los indios comen con sobrado gusto.

“Aquí es continua primavera, escribe Aljofrín ya en trance de éxtasis. No hay rama que no tribute alguna fruta al alcance de la mano”. (Ay, ahora por las nubes).

* Artículo publicado en El Sol de México, 5 de julio de 1990; El Sol de San Luis, 7 de julio de 1990.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 1 de junio de 2025 No. 1560

 


 

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