Por P. Fernando Pascual
La coherencia en el bien (puede haber, por desgracia, coherencia el mal) lleva a importantes beneficios.
El primero: uno se mantiene en una línea consolidada de ideas y comportamientos, con lo que ello significa para estabilizarse en el buen camino.
El segundo: los demás perciben la propia coherencia, que tanto ayuda para fiarse de quien tiene un comportamiento estable y bien encaminado.
El primer beneficio permite llevar a cabo proyectos de vida y conquistar, paso a paso, las metas a las que se aspira.
No siempre se logran los objetivos, sobre todo por cambios que están fuera de nuestro control. Pero al menos uno evita bandazos interiores que impiden mantenerse en los buenos propósitos.
El segundo beneficio genera en los otros confianza: saben que la persona coherente no les dará una puñalada por la espalda, ni desmentirá mañana lo que hoy les ha prometido.
Por desgracia, como señalan algunos, el mundo está lleno de personas incoherentes, no solo en lo público, sino también en el trabajo y la familia.
La persona incoherente no inspira confianza, ni garantiza fidelidad en el trabajo, ni es capaz de mantener promesas.
Frente al daño que provocan las personas incoherentes, cada persona que vive según una coherencia sana construye relaciones desde las que se pueden llevar a cabo proyectos y trabajos para el bien de todos.
El mundo necesita personas coherentes. De ahí esas preguntas que necesitamos formularnos: ¿somos realmente coherentes? ¿Pueden los demás confiar en que haremos mañana lo que prometimos hoy?
La respuesta depende de cada uno. Si nos falta coherencia, podemos ponernos en marcha para conquistar esta virtud. Si la tenemos, hay que cuidarla y “usarla” para el bien de tantas personas, cercanas o lejanas, que de algún modo dependen de nosotros.
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